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"El Monstruo ha ganado" de Las Dos Plumas

Escribe: Guido Micheli
 
Ilustra: Giaime Loi
Web: giaimeloi.blogspot.com.es


¿Cómo os conocisteis?
Nos conocimos en Plaza del Sol, en el famoso barrio de Gracia. Giaime salía con una chica que yo conocía y ella nos presentó. Nos tomamos un vino y descubrimos que teníamos muchas cosas en común: a los dos nos gustaba (y sigue gustándonos) la música punk y ambos estábamos haciendo fanzines. Así que decidimos colaborar y desde entonces hacemos juntos el fanzine "Las Tres Plumas". Giaime también dibuja los cómics del Tuerto, el burdo marineros, basados en mis guiones. Y yo soy Guido, por si no lo habíais pillado. 
 
EL MONSTRUO HA GANADO
 
Los médicos tratan de dar un nombre a las enfermedades mentales, tratan de clasificar la locura, de dar una lógica a lo ilógico. Algunos son sólo unos ilusos, otros lo hacen para venderte unos fármacos. Y, hablando de fármacos, yo creo que los que me han recetado se merecen del todo este nombre, considerando la etimología de la palabra. Farmacon significaba en griego antiguo “veneno”. Nada más apropiado para definir lo que me han dado para tragar: dependencia física y psicológica, náusea, anulación de la personalidad son los efectos de estas medicinas. Pero los griegos lo tenían claro. Sabían que lo que te mata puede, en pequeñas dosis, aliviar. Sabían que lo que cura puede, a la larga, matar. En fin, hoy por la mañana me ha dado por tirarlo todo: mis medicamentos, el móvil y la cartera… y he subido al primer tren. Para empezar de cero. Eso ha pasado hace unas ocho horas, y aún puedo verme en ese momento de liberación, quitándome un peso de encima: no más fármacos ofuscando mi mente, no más llamadas que contestar, no más dinero ni tener que preocuparme por cómo obtenerlo y en cómo gastarlo.

Pero eso, como decía, fue hace ocho horas.

Ahora, sentado solo en el andén de una estación que no conozco, ya no veo las cosas desde la misma perspectiva. Quiero mi veneno.

En el andén de la estación han instalado unas pantallas que transmiten anuncios publicitarios. Dos anuncios, siempre los mismos, repetidos hasta el infinito. La luz de la pantalla me lastima los ojos, sus brillos en la oscuridad de esta noche urbana son como cuchillazos en mi cerebro maltratado. La provocadora mujer del anuncio, metida en un vestido demasiado apretado, parece hablar conmigo, repite mi nombre, repite sin parar las mismas palabras que retumban en mi cráneo hasta que mi cerebro parece explotar. Cómprame, fóllame… Es una sensación horrible.

Poco a poco se hace de día, y consigo calmarme. Los viajeros empiezan a poblar los andenes, las tiendas de la estación abren sus puertas. En la cafetería la empleada me regala una aspirina y un vaso de agua, me sonríe. Son momentos como éste que me hacen querer a la vida. Pero sé que nunca duran. Subo sin billete a un tren que me llevará de vuelta al pueblo. Hace una mañana de sol, pero algo dentro de mí me impide alcanzar la felicidad. Es el miedo a volver a caer en la paranoia, es la conciencia de la enfermedad.

Lo primero que hago al volver al pueblo es ir a la consulta de mi médico de cabecera, tiene en un cajón de su escritorio los resultados de mis últimos análisis de sangre. Cuando se los pido los saca como si se hubiera olvidado de ellos, como si los hubiera abandonado ahí con otros papeles de poca importancia. Todo va bien, me dice, todos los valores en orden. Miente. Miente o no entiende. No lo sé. Pero yo tengo bastantes conocimientos de medicina como para darme cuenta de que el nivel de  alanina aminotransferasa es demasiado alto. ¿Por qué mi médico no me lo dice, por qué calla detalles importantes para mi salud? Mi hígado se está desintegrando y él no hace nada. Tal vez porque ya no hay nada que hacer.

Al salir de la consulta, deprimido y angustiado, empiezo a sentir una luz crecer dentro de mí. No la puedo ver, pero la noto, siento su calor, su serenidad. No sé cómo, pero sé que alguien me está llamando, alguien que está más arriba que cualquier médico y  cualquier persona. Es San Lorenzo quien me habla, y me está diciendo que si la medicina no puede curar mis males físicos, siempre puedo hacer algo para mi alma. San Lorenzo llora por los males del mundo, por los asesinos y por sus víctimas, por el sufrimiento de todos los seres vivos. En las noches de verano, si miras bien el cielo, puedes ver su llanto infinito, inmortal, un llanto de estrellas fugaces inundando este mundo, este átomo opaco del mal. Me dirijo a la iglesia que lleva su nombre y me arrodillo en un banco. Al lado del altar hay un fresco imponente, la escena del martirio del santo. San Lorenzo está encima de una parrilla, casi desnudo, las llamas arden debajo de su cuerpo y un grupo de soldados romanos observan el macabro espectáculo con sus sonrisas satánicas. Mas el santo, a pesar del dolor, parece sereno. ¿Querrá decir que hay algo más tras el sufrimiento terrenal, que no he de temer a la muerte?

Dejo pasar una noche. Al día siguiente me levanto como para ir a trabajar, para no levantar sospechas. Pero ese día, sentado en el andén de la estación de mi pueblo, dejo que el tren se vaya sin mí. Vuelvo a casa con calma. Mis padres ya se han ido al trabajo. Cojo una cuerda de escalada y hago un precioso nudo de horca.

Estoy a punto de volver a salir cuando de repente el timbrazo del teléfono rompe el silencio de la mañana. No debería cogerlo, pero un impulso que no controlo me obliga a contestar.
-Soy Claudia.
Claudia, ya casi me había olvidado de ella. Estábamos saliendo juntos. Una chica muy dulce, una de las pocas que he besado en mi vida. Me pregunta por qué no contesto al móvil, me dice que tuvo que buscar el número de casa de mis padres, que está preocupada… Todo lo que puedo decirle es un:
-Lo siento, me has conocido en un momento extraño de mi vida.
Estoy a punto de añadir un “olvídame” pero me detengo. En el fondo, lo que quiero es que se acuerde de mí. Cuelgo. Estoy contento de que la última voz que habré escuchado en mi vida será la suya.

Pongo la cuerda en la mochila y salgo. Me dirijo al bosque. Busco un  árbol robusto. Ato la cuerda a una de las ramas más bajas, me agarro  levantando mi peso, meto la cabeza en el lazo y abrazo la gran rama. Durante un par de segundos siento una extraña conexión con ese árbol: es mi último vínculo a la vida, el último ser vivo que tocaré.

Me dejo caer.     

Hace una mañana hermosa, y esta mañana el monstruo ha ganado.
 
"El Monstruo ha ganado" de Las Dos Plumas
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"El Monstruo ha ganado" de Las Dos Plumas

ESCRIBE: Guido Micheli ILUSTRA: Giaime Loi

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