Ilustración de Elkin Obregón, cortesía para este sitio.
En un luminoso día de primavera, un príncipe salió en busca de una mujer para casarse. Con anterioridad, el rey le había aconsejado que escogiera una chica de gran corazón, como su madre. Por su parte, la reina, orgullosa de un hijo tan bueno y tan apuesto, se quedo mirándolo por la ventana, mientras él se alejaba en su caballo.
Ensimismado, el heredero del reino recorrió largos caminos, imaginando con vaguedad el rostro de su futura esposa, mientras esparcía el delicado aroma, propio de quien desea enamorase.
Más tarde, tras una curva, se encontró con una mujer altiva que se le acercó, y declaró con entusiasmo:
—Príncipe, yo soy la mujer que tú buscas. —Se había enterado del consejo del rey, mediante una de las criadas que, a hurtadillas, solía escuchar conversaciones ajenas—. Yo sé qué esposa quieres y ésa soy yo. Desde hace mucho tiempo, hice matar a una ballena con un corazón de dos toneladas, que poco a poco me he ido comiendo. Ahora mi corazón es así de grande. —Y abrió los brazos para explicar mejor.
El príncipe, al escucharla, se sintió muy mal y reflexionó: “Esta mujer no me conviene. Ha buscado su grandeza fuera de ella, y ha sacrificado inútilmente a una ballena”.
Enseguida, desconsolado, continuó cabalgando por el camino que lo remontaría a la colina, desde donde divisaría todo el reino. “Tal vez desde allí —pensaba—pudiera ver a la mujer que me acompañará por siempre”.
De repente, se le acercó otra chica corpulenta, que le dijo:
—Ah, príncipe, yo sabía que tú vendrías a buscarme. De esta comarca, yo soy la más fuerte y de mayor corazón.
—¿Cómo lo sabes? —repuso el príncipe interesado.
—Pues verás, hasta hace poco tiempo, cuando subía la montaña muy aprisa, sentía que alguien me perseguía, y cuanto más corría, más fuerte escuchaba el sonido. Eso me hacía sentir miedo y no me atrevía a mirar atrás. Hasta que un día descubrí que se trataba de mi propio corazón que hacía tun-tun, y que esa cualidad me haría la esposa del hijo del rey —manifestó empinada y con los ojos cerrados, esperando el beso del hombre que tenía al frente.
El príncipe no hizo ni dijo nada, sólo pensó: “Una mujer que le teme a su propio corazón no puede ser buena compañera”.
Más tarde, tras un largo camino, el príncipe ganó la cima de la montaña. Allí, se bajó de su caballo y contempló el panorama. Luego, fatigado, buscó sombra bajo un árbol, se sentó sobre la hierba, y recostó su espalda en el tronco. El caballo, que resollaba agotado, agachó la cabeza. Ambos se adormecieron.
Al atardecer, una joven muy sencilla pasaba con un cántaro que había llenado en un nacimiento de agua, cercano. Al ver al caballo, le dio de beber y, con un pañuelito que sacó de su bolsillo, le secó el sudor de la frente al príncipe. Él abrió sus ojos muy suavemente y, al ver a la joven, dijo:
—¿Quién eres tú?
Ella sonrió y le contestó:
—Me llamo Lucecita y vivo en aquella casa de abajo.
El príncipe se levantó y preguntó:
—¿A quién buscas?
Ella lo miró con gracia, y repuso:
—¿A quién?... A nadie, sólo he venido por agua, pero el sonido de un animal sediento, interrumpió mi canto. Lo busqué y le di de beber a este pobre caballo —dijo, en tanto acariciaba su crin—. Después, vi que el dueño estaba igualmente acalorado —murmuró con timidez.
—Yo, en cambio, busco a alguien… a una mujer de gran corazón. Dime, ¿cómo es el tuyo? —preguntó el príncipe.
Ella se quedó en silencio, y luego respondió:
—No sé de qué tamaño es mi corazón, no me lo había preguntado, sólo sé lo mucho que me hace sentir.
El príncipe sonrió tiernamente, y le pidió:
—Ven, sube a mi caballo, te llevaré a tu casa. —Montaron y, al estar tan cerca el uno del otro, sintieron que el amor llegaba. El caballo se dio cuenta y no los condujo a la casita. Tomó el rumbo de un camino brillante que conducía a la felicidad.
Ojos verde oliva