Cuando Fez dejó de ser Amarilla
- Marruecos parte IV -
Cuarta entrega de mi viaje a Marruecos en el 2018
En Fez comprendí que una ciudad se puede sentir vieja y cansada. De entrada confieso que fue la ciudad de Marruecos que más me costó comprender, la más caótica visualmente, y la única de 7 ciudades marroquíes en la que, por un momento, sentí inseguridad.
La noche anterior me encontraba en Marrakech (Ver AQUÍ), donde una falsa información me hizo perder el tren que debía coger para arribar a la Atenas de África, como se le conoce a Fez, la ciudad medieval mejor conservada del mundo árabe.
A falta de riel, me las ingenié con mi poco árabe para comprar un tiquete de un bus desencantador que, ademas de partir en varias horas, tomaría mucho más tiempo que el encantador tren para llegar a mi destino.
Así, luego de dormir con la columna al revés, con un cuerpo exhausto luego de atravesar el valle de Imlil 18 horas atrás (ver AQUÍ), piso Fez a las 5 de una negra mañana. Aún recuerdo el exquisito desayuno de huevos con salami en aceite de oliva y especias, acompañado de pan bereber (que sirve tanto para llenar el estómago como para usar de utensilio, pues en Marruecos el uso de cubiertos es poco) que tome en una cafetería enchapada a la antigua, todo para esperar que haya algo de luz para encontrar mi hostal.
Cuando por fin atravieso las puertas del hostal me di cuenta que en mis 2 horas en Fez me ubicaba mejor que el recepcionista americano que ni mi cuarto pudo encontrar. Mucho menos pudo darme indicaciones de cómo llegar a la medina, por lo que al salir y adaptarme a las calles no caí en cuenta que tomé la dirección errónea, y el sentido contrario me llevó a un Fez que pocos conocen.
Al adentrarme a las entrañas de un barrio desconocido mi sentido de alerta se activó, y no particularmente por mi capacidad de alarma, si no que era evidente que las reventadas calles sin andenes, las polvorientas carpas, y las gastadas fachadas apocalípticas no eran las murallas y mezquitas coloridas que observé en la panorámica de la ciudad.
Sin embargo seguí mi camino muy decidido, pues viajar es conocer, y no todo lo que reluce debe ser oro. Mi instinto fue mi guía, y así fue que recorrí ciertos barrios desconocidos para un turista, viendo la otra cara de la moneda de una ciudad cansada.
Pero ya era hora de recorrer otras calles más apacibles a la mirada. Cuando me di cuenta que las calles se convirtieron en callejones, las fachadas hogareñas ahora eran comercios y paredes de adobe, sabía que estaba bien encaminado. De nuevo me encontraba en una medina, y volví a perderme en laberintos de comercio.
Fue sin querer que llegue a un destino popular, la tenería Chouara, famosa por sus pozos de colores y el trabajo del cuero. Se oye decir que el sitio huele mal, pero eso no me impidió a pasar de la vista de una ventana a bajar a los mismos pozos y ver de primera mano como tiñen el cuero. A los curtidores no les molestó mi presencia (mayormente porque toca sobornar para estar ahí dentro), y entre pozos comprendí cómo nada ha cambiado en mil años, únicamente algunas franelas y sandalias. Unas mulas esperaban pacientemente a ser cargadas de cueros, y me sonrieron para la foto.
Una vez terminado quería respirar aire, y había visto en el mapa una loma excelente para una vista general de la ciudad imperial. Para ello tocaba atravesar un cementerio musulmán, y ese fue el primero que veo en mi vida. No deja de sentirse extraño estar entre tumbas llenas de lo que fueron vidas e historias, y más en una ciudad medieval. La brisa y el silencio fueron mi compañía y meditación mientras techos interminables reposaban ante mí.
Estaba cansado. Había caminado mucho, me había perdido de nuevo, y había tomado muchas fotos. Pero los días en La Tierra de Dios (significado de Marruecos) son largos y hay que aprovecharlos bien, así que me ajusté el cinturón, me sobé las rodillas, y continué mis pasos hasta que me tope con las magníficas puertas simétricas del palacio real de Dar al-Makhzen, el cual toque pero no me abrieron. ¡El rey se perdió la foto!
No tenía pulmones para tumbar las puertas, así que seguí y seguí explorando la medina. Ésta vez, me topé con gente, que sí se prestaron para tomarse fotos. Desde viejos comerciantes, vagos, bellas mujeres en sus restaurantes, mi cámara sonrió de vuelta a las muchas miradas.
Ya el día acababa, y con ella mi relato. No quedó más que mirar hacia arriba y dejarse sorprender por el hermoso atardecer que me despidió aquel día, como disculpándose por la gris y oscura mañana que me recibió en penumbras.
Ingresando por las murallas me encontré en el barrio judío de Fès el-Jadid, que tiene vida y cotidianidad. Me recordó mucho a mi ciudad natal, pues la normalidad caribeña de sentarse mientras a ver pasar el día ocurre también en Fez, pero remplazando la cerveza por el té de menta.
Y así llegó la noche y mi retorno al hostal. De noche es casi imposible ubicarse, y entre los callejones sin salida me vi rodeado de aprovechadores que querían hacerme perder el rumbo para ganarse una propina por llevarme a mi hostal. Pero no me deje ni perder, ni extorsionar, así que, con carácter fuerte y como gallo vasco, repelé a los molestosos locales y ubiqué por mi cuenta mi lugar de reposo.
De esa manera culminó mi paso por la ciudad imperial de Fez, vieja y descolorida, caótica e incierta, pero a la vez, rica y maravillosa, y dichosa para quien la goza. Ahora, mi siguiente destino sería muy colorida de un azul saturado, ¡pero esa ya es otra historia!