Carmelo
Miguel Martínez se calza las botas largas, viste su calzón fiusha de la suerte y aceita su cuerpo con delicadeza, dibujando círculos sobre su pecho, justo antes de vaciarse la diamantina. Y aunque lleva una doble vida desde chamaco, esa noche es distinta a cualquier otra.

Sigue el mismo ritual desde que cumplió 17, cuando encontró en ‘Carmelo’ su verdadera identidad. Fue entonces cuando dejó su casa, el nombre de pila y la relación con su familia, pa’ sobrevivir en una vecindad de la Doctores, que ya no está tan pesada, según le mintieron.

Fue ahí, en el corazón de la barriada, donde conoció al Señor Antonio, quesque manager y representante, aunque suene a pleonasmo; pero en el fondo, detrás de toda la guaguara, aquel viejo, panzón y bigotudo, tenía toda la pinta de padrote:

Cadena de oro, esclava hechiza y una camisa de gallos abierta de par en par, presumiendo una pelusa grasienta que hacía pasar por pelo en pecho. Pero nada, ni la desconfianza, ni ese olor a humedad que le causaba asco, podían más que el hambre del ExMiguel.

Cerrado el trato, a cambio de un adelanto de $500 pesos, no quedó más que obedecer al viejo hediondo. Que antes que nada, exigió un show privado, pa’ conocer las habilidades de su nueva adquisición, sin importar que viniera recomendado por la Gardenia.

De Carmelo se sabían muchas cosas, y las que no, se inventaban: Que era joto desde chiquillo. Que cachó a su papá vestido de piruja. Que luego fue adoptado por un padrecito. Que lo tocaba el padrecito. Y que había hecho casting para la Academia. Pero nomás la mitad era cierto.

La único seguro es que estaba viviendo el sueño, y cada mañana, frente al espejo, se encontraba con ese recuerdo de la infancia; cuando se colgaba las extensiones de su jefa y se tapizaba la cara de brillitos, imaginando los gritos y chiflidos que se ganaba a cada paso.

Y así andaba, en pleno alucine, cuando la música de los Askis fue interrumpida por los monedazos en la puerta de fierro, que corrió a abrir con el pants a media raya, y todo para encontrarse de frente con la noticia que ya le robaba el sueño sobre aquel viejo colchón de hule espuma.

Ponte chula, que hoy te estrenas, le dijo el Señor Antonio, y no pudo más que besarle la obesa mano, aún con aroma a suadero, para darle las gracias. Luego corrió al tocador, y antes de echar todo su disfraz a la maleta, vació la bolsa de maquillaje sobre la madera de segunda mano.

Eligió el labial más a tono con la trusa que iba a lucir, un rosa mexicano que chillaba doble sobre su piel morena. Tuneó sus pestañas con un rimmel a medio morir y se delineó los ojos como una maestra, no en balde el curso exprés que se aventó en el callejón de la belleza.

Todo lo demás se lo echó a la bolsa, porque antes muerta que sencilla. Y apuró el paso para subirse al Tsuru del remedo de manager, que ya se saboreaba el primer moche de su representado. Cuando el motor dejó de cascabelear, emprendieron el rumbo.

La luna empezó a asomarse mientras cruzaban Izazaga, y aunque el tráfico de viernes de quincena atascaba el Eje Central, nada podía opacar la sonrisa amarillenta de Carmelo, capaz de brillar bajo dos capas de sarro. Esa era su gran noche, y toda la Lagunilla habría de conocer su nombre.

Dejaron el auto a media cuadra, faltaba sólo una hora para el debut, y aunque aún no se veía exuberante, sintió la mirada de un par de morbosos. Entonces sí, pasó al vestidor, se acomodó sus diminutas ropas, checó por última vez el rasurado de sus piernas y respiró hondo.

Todas las burlas, los chingadazos y las noches con la panza vacía habían valido la pena. Y mientras una lágrima se paseaba sobre su cachete, se acomodaba la peluca con orgullo, sabiendo que la suerte le iba a cambiar para siempre, como se propuso desde que era un niño intentando escapar de la miseria.

En el sonido local retumbaba una cumbia de antaño. «Muñeca, porque eres tan esquiva, muñeca. Muñeca, porque es que te portas así», se escuchaba en cada rincón de la Arena Coliseo, mientras el presentador anunciaba a Carmelo, el exótico, la próxima figura de la lucha libre nacional.
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Cuento mexicano.

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