David Cauquil's profile

“Do it! – Escenarios de la revolución” de Jerry Rubin

Texto de contraportada del libro (para situarnos):

«1968 fue un año revuelto.
En Praga floreció la primavera, que los tanques soviéticos se encargaron de agostar. En París, la juventud enfebrecida buscaba la playa bajo los adoquines. En México, los estudiantes anhelaban la libertad y morían en Tlatelolco.
En Estados Unidos se detonaba la ‘Gran Revolución Amerikana’. Un puñado de «yippies», capitaneados por Jerry Rubin y Abbie Hoffmann, pasa en ese momento a la acción. Firman una alianza con los Panteras Negras: el símbolo del movimiento serán una ametralladora y una pipa de hachís cruzadas. Viajan a Cuba para visitar al Che Guevara, quien les anima a combatir «en el vientre de la bestia». Y eligen, como arma de combate, el espectáculo.
Dotados de un genial instinto propagandístico, emprenden durante la Convención Demócrata de 1968, celebrada en Chicago, una serie de acciones memorables: sustituyen a los camareros del banquete oficial por mujeres desnudas que sirven cabezas de cerdo en bandeja de plata. Intentan asaltar los depósitos de agua de la ciudad para disolver LSD en el suministro. Presentan un cerdo como candidato a la Presidencia. Y organizan multitudinarias marchas de protesta, que serán reprimidas violentamente por la policía y trasmitidas por televisión como nunca antes, creando un acontecimiento total y sin precedentes.
Son detenidos y juzgados. Los ‘8 de Chicago’ acuden a las audiencias disfrazados de personajes de la historia nacional, y mantienen con el juez diálogos dignos de Marx (Groucho). El Juicio de Chicago se convierte, así, en el juicio político más sonado que ha vivido el país hasta entonces.
Este libro es el relato en primera persona de aquellos días. Publicado en febrero de 1970, incomodó  tanto a la derecha como a la izquierda «oficial». No es extraño, pues, que haya permanecido hasta hoy inédito en castellano. Una lástima, pues no sólo se trata de un manifiesto contracultura y la ácida crónica de una revolución en marcha, sino de un utilísimo, y muy vigente, manual de guerrilla urbana.»


Proyecto:

La idea para realizar el dossier era emular la “estética panfletaria” vintage, utilizando exclusivamente las técnicas y los materiales usados en la época para la propaganda política del movimiento
Yippie! : sobres ‘kraft’ (papel marrón), papel offset rojo, tampones, stencil y spray (estilo graffiti), máquina de escribir, pegatinas, octavillas, etc. El que reciba el dossier deberá de esta forma tener la sensación de que el paquete le llega directamente del año 1969.
Contenido del dossier: un ejemplar del libro, una copia dvd de la película Chicago 10 de Brett Morgen, dos fascículos en facsímil: uno reproduciendo el reportaje sobre la Convención del Partido Demócrata en la edición del Esquire de noviembre 1968, y otro de un artículo de Tom Buckley para la edición del 15 de septiembre de 1968 de The New York Times (ver traducciones más abajo).
Cada uno de los 149 sobres fue sellado del logo Yippie! con tinta roja, provisto de una etiqueta Blackie Books con la dirección del destinatario mecanografiada a máquina de escribir vintage (modelo Olivetti Pluma), numerado a mano, y serigrafiado en su dorso con la cara de Jerry Rubin.
Cada ejemplar del libro fue sellado con el logo Yippie! y provisto entre sus páginas de un puñado de confeti rojo. El confeti, cuyo color es obviamente político, caerá en el regazo del lector al abrir el libro, simbolizando el espíritu festivo que caracterizó el partido fundado por Abbie Hoffman y Jerry Rubin.
Arriba: tampón del logótipo original del movimiento Yippie!
Realización del stencil (plantilla) reproduciendo la foto de Jerry Rubin que ilustra la cubierta del libro. El primer stencil fue recortado con cutter en cartulina. Los siguientes –fueron necesarios tres para poder pintar los 149 sobres– se fabricaron con acetato, y se usó spray de pintura acrílica negra mate.
Traducción de textos para el dossier 
Los Miembros de la Asambleapor Jean Genet
(traducción FR>ES por servidor de un artículo escrito para la revistaEsquireal día siguiente de acabar la Convención Demócrata de Chicago, en agosto de 1968)
«Chicago me hace pensar en un animal que, curiosamente, intentase trepar por encima de su propia cabeza. Una parte de la ciudad se ha transfigurado por la vida (o el paso, en sentido amplio) de los hippies.

Sábado por la noche, sobre las diez, los jóvenes han encendido una hoguera en Lincoln Park. Muy cerca, apenas visible en la oscuridad, una densa multitud se ha reunido bajo los árboles para escuchar a una orquesta de negros: flautas y bongoes. Un indio estadounidense, con una bandera verde a media asta, nos explica que mañana irá con ella al aeropuerto al que se espera llegue el senador McCarthy, que debe dar un discurso. Desplegada, la bandera presenta sobre el fondo verde la imagen de un muchacho de diecisiete años —indio, dicen algunos, negro, afirman otros— muerto dos días antes a manos de la policía de Chicago.

Los polis llegan en oleadas breves, todavía sin mostrar animosidad; apagan la hoguera y dispersan a los manifestantes. Una palabra sobre ellos: los manifestantes son jóvenes de una blandura casi demasiado blanda, al esta noche. Si hay parejas estiradas sobre el césped es, me parece, para proceder a intercambios angélicos. Me impresiona por su extrema castidad. La oscuridad en la que el parque está sumido no es el único motivo  por el que no veo más que sombras abrazándose.

Un grupo de manifestantes recién dispersados se vuelve a formar y salmodia una especie de melopea de dos sílabas, bastante parecida a un canto gregoriano, un canto fúnebre a la memoria del muchacho muerto. Me cuesta decir la belleza de los acentos quejumbrosos de este lamento, de la cólera y del canto.
Alrededor del parque, que está sumido en una oscuridad casi total, lo primero que veo es una proliferación de coches americanos, cromados con opulencia y, más allá, los edificios gigantes de la ciudad, todas sus plantas iluminadas. Por qué razón, lo ignoro.

¿Acaso empiezan estos cuatro días dedicados a los Demócratas con el velatorio de un joven indio -o de un negro- asesinado por la policía de Chicago?

Si el hombre es o busca ser omnipotente, estoy dispuesto a aceptar el gigantismo de Chicago; pero me gustaría también que se aceptara su contrario: una ciudad que cabría en la palma de la mano.

Domingo, aeropuerto de Midway, Chicago. Llegada de McCarthy. Casi ningún policía, y los pocos que verifican nuestras acreditaciones de periodistas lo hacen de manera muy casual. Frente a la tarima de los periodistas, que en realidad es la parte de atrás de un camión-remolque, se encuentran tres tinglados parecidos: uno lo ocupado una orquesta en la que dominan los metales y cuyos músicos tienen treinta o cuarenta años, el otro por una banda de rock cuyos miembros aparentan veinte años. Entre ellos se encuentra la tribuna reservada para McCarthy y su equipo. El avión trae unos minutos de retraso; en la multitud de caras que se concentra detrás de la tarima de prensa se lee esa expresión particular que sólo confieren la honradez y la esperanza más profundas.

McCarthy acaba llegando y la multitud se anima de forma dramática: cada hombre, mujer y niño grita «We want Gene» mientras sostiene un cartel desprovisto de los eslóganes habituales pero generosamente decorado con flores dibujadas o pintadas según la fantasía de cada uno. Es a esta multitud-flor que McCarthy se va a dirigir. Extremadamente relajado; sonríe; está a punto de hablar, pero la batería del micrófono ha muerto. ¿Sabotaje? Sonriente, da unos pasos y prueba los micrófonos de los músicos de treinta y cuarenta años: muertos. Sin dejar de sonreír, prueba los micrófonos de los músicos de veinte años: ¡muertos! Finalmente, vuelve a su propia tarima y prueba sus propios micrófonos, que entretanto se han hecho funcionar, al menos hasta cierto punto. Sonríe. Pero al mismo tiempo se muestra serio, y declara que sólo empezará a hablar en cuanto los hombres y las mujeres que se hallan más lejos puedan oírle. Para acabar, pronuncia su discurso, y todos habéis escuchado en la televisión lo que dijo.

Cuando abandona la tarima de alocución, pareciera que no le protegiese más que el mar de flores pintadas por esos hombres y las mujeres llenos de esperanza.

Una horas más tarde, en la sede del equipo de McCarthy en el hotel Hilton, otra vez pareciera no haber casi protección policial. De haberla, es sutil, invisible. Nos reciben con enorme cortesía.

Esto me lleva es una de las preguntas, en mi opinión  fundamentales, que quiero plantear: al cabo de ocho meses de campaña, para que este senador poco conocido –de nombre sin embargo tan ilustre como oprobioso-, para que McCarthy despierte tal entusiasmo, ¿qué concesiones puede haber hecho? ¿De qué manera su entereza moral se ha visto minada?

Todos sus discursos, todas sus declaraciones, revelan sin embargo inteligencia y generosidad. ¿Será un truco?
Para una ciudad como Chicago, cuya la población negra es tan numerosa, compruebo que muy pocos negros han acudido recibirlo y aclamarlo.

Primer día – El día de los Muslos
Los muslos se ven muy hermosos, duros, bajo el tejido azul. Gruesos y musculosos. Es policía pero también boxeador, luchador. Tiene las piernas largas y, puede que, al acercarse a su miembro, uno encuentre un nido velludo, de pelos largos y rizados. Es todo lo que consigo ver, y debo reconocer que me fascina: esto y sus botas, pero sospecho que estas magníficas piernas continúan más arriba en un miembro de tamaño imponente y un torso vigoroso, cada día más firme gracias al adiestramiento como policía en el gimnasio de los polis. Y, aún más arriba, en brazos y manos que seguro saben neutralizar a un negro o a un ladrón.

A través del compás de sus sólidos muslos, consigo ver… pero las piernas se han movido, y constato que son magníficas: América posee una fuerza de policía soberbia, divina, atlética, a menudo fotografiada y expuesta en los libros guarros… pero los muslos se han separado levemente, muy levemente, y en el intervalo que va de las rodillas al demasiado voluminoso miembro viril, consigo distinguir… vaya, pero si es un panorama completo de la Convención Demócrata, con sus banderas sembradas de estrellas, sus chácharas sembradas de estrellas, sus vestidos sembrados de estrellas, su ropa interior sembrada de estrellas, sus canciones sembradas de estrellas, sus campos sembrados de estrellas, sus candidatos sembrados de estrellas, vamos, todo aquel desfile ostentoso, pero el color tiene demasiadas facetas, tal como lo habéis visto en vuestras pantallas de televisión.

Lo que vuestro televisor no consigue comunicaros es el olor. No: el Olor. ¿Acaso tiene alguna conexión con el orden. Y es que la Convención Demócrata ocurre justo a un lado de los apriscos para el ganado, así que no paro de preguntarme si el aire apesta por la descomposición de Eisenhower o por la descomposición de América toda.

Unas horas más tarde, cerca de la medianoche, me encuentro con Allen Ginsberg para participar con él a una manifestación de hippies y estudiantes en Lincoln Park. Están determinados a dormir en el parque, una reacción muy suave, demasiado suave hasta el momento, pero ciertamente poética, al espectáculo nauseabundo de la Convención. De repente, los policías comienzan a cargar contra ellos, sus máscaras una mueca destinada a aterrorizar: y, de hecho, todo el mundo da media vuelta y sale pitando. Pero sé perfectamente que estos brutos usan otros métodos y máscaras aún más terroríficas cuando salen a acosar a los Negros en el gueto, como lo hacen desde ciento cincuenta años. Es algo bueno, sano y a fin de cuentas algo moral que estos dulces hippies de pelo rubio sufran la carga de estos palurdos adornados con aquella jeta asombrosa que les protege de los efectos del gas que han esparcido.

Me gustaría ponerle el punto final al primer día con esto: la persona que abre la puerta para recibirnos mientras intentamos escapar a estos animales de azul es una muchacha negra, muy hermosa. Más tarde, cuando las calles por fin han recobrado la calma, nos sugiere salir furtivamente por una puerta de servicio que da a otra calle. Sin que la policía sospeche, desaparecemos como por arte de magia. Nos sustraemos a su mirada gracias a una casa repleta de recursos mágicos. Sin embargo, aquellos enormes muslos de policía, hinchados de LSD, rabia y patriotismo, eran fascinantes de mirar.

Mañana: otra noche a pasar en el lugar, a dormir en el lugar, en Lincoln Park, porque esta ley, que no es ninguna ley, debe ser combatida.

Segundo Día – El día de la Visera
En realidad nos bañamos en un azul Mallarmé. El segundo día nos inflige los cascos de color azul celeste de la policía de Chicago. La visera de cuero negro de un policía se interpone entre el mundo y yo: una visera relumbrante, en cuyos reflejos nítidos me sería imposible descifrar el mundo, una visera sin duda bruñida de forma cotidiana a fin de mantener este magnífico estado. Pegado a la visera está el quepis: Chicago quiere que pensemos que toda su fuerza de policía, y especialmente este policía en pie ante mí, bajó del cielo, fabricada en un tejido azul cielo de calidad superior. ¿Pero quién es este poli azul que tengo enfrente? Le miro a los ojos, y no veo ahí nada más que el azul del quepis. ¿Qué dice su mirada fija? Nada. Los policías de Chicago son y no son. No pasaré. La visera y la mirada fija están allí. La visera tan reluciente que puedo verme y perderme en ella. Tengo que asistir a la continuación de esta Convención pretendidamente Demócrata, pero el poli de visera negra y ojos azules está aquí. Más allá, puedo sin embargo percibir fugazmente una señal luminosa en el piso de arriba del lugar de la Convención: hay un ojo y está «CBS News», cuyo nombre, tanto en francés como en inglés, me recuerda la palabra «obsceno». ¿Pero quién es este poli de quepis azul y visera negra? Es tan seductor que podría caer en sus brazos. Miro de nuevo en su mirada: por fin lo desenmascaro; es la mirada de una mujer joven y hermosa, voluptuosa y tierna, que se disimula detrás de una visera negra y un quepis azul. Le gusta este color celeste: la policía de Chicago es femenina y brutal. No quiere que las señoras que la componen se sometan humildemente a sus maridos de cabello azul cielo, en ropas de gala multicolores…

¿Y qué pasa con la Convención? Es demócrata, cotorrea a más no poder y lo habéis visto en vuestras pantallas: está aquí con el propósito de escamotear un juego a la vez sencillo y complejo, que os conviene ignorar.

Sobre la diez de la noche, una parte de América se ha desprendido de la madre patria y se ha quedado suspendida entre cielo y tierra. Los hippies se han congregado en una sala inmensa, tan sobria como recargada está la Sala de la Convención. Aquí todo es alegría y, en su entusiasmo, varios hippies queman la carta de reclutamiento, llevándola en lo alto para que todo el mundo la vea: no serán soldados, pero quizás podrían acabar presos durante cinco años. Los hippies me piden subir a la tarima y decir unas palabras: esta juventud es hermosa y está llena de dulzura. Están celebrando el no-cumpleaños de un tal Johnson que, a mi parecer, aún no ha nacido. Allen Ginsberg está afónico: ayer cantó demasiado alto, demasiado tiempo, en Lincoln Park.
El orden, el verdadero orden, está aquí: lo reconozco. Es la libertad ofrecida a cada uno de descubrirse e inventarse.

Cerca de medianoche, otra vez en Lincoln Park, el clérigo —también entre tierra y cielo para escapar a América— celebra un servicio religioso. Estoy bajo los encantos de otro tipo de poesía, que también posee su propia belleza. ¿Y qué pasa con los árboles en el parque? Por la noche, frutos extraños, racimos de jóvenes, cuelgan de sus ramas. Aún no estoy familiarizado con esta variedad nocturna: pero así son las cosas en Chicago. Los curas nos invitan a sentarnos y entonan cánticos frente a una enorme cruz de madera. También hacen bromas y usan su jerga. «Sit or split» (‘siéntate o ábrete’). La cruz, que llevan entre varios, se aleja en la noche, y este simulacro de la Pasión es muy conmovedor… no me da tiempo de acabar la palabra: se iluminan unos proyectores inmensos justo en frente de donde estamos, y los policías se precipitan hacia nosotros mientras tiran bombas lacrimógenas. Tenemos que correr. Una vez más es la policía, celeste pero inexorable, la que nos persigue y persigue la cruz. Spellman-el-poli se hubiese partido la caja.

Nos refugiamos en el hotel de Ginsberg, en la calle que bordea el parque. Los ojos me queman a causa del gas: un médico me echa agua, y quedo empapado de la cabeza a los pies. En resumen, los Americanos, torpes e imprudentes, han intentado quemarme para, minutos más tarde, ahogarme.

Pasamos un rato recuperándonos en la habitación de hotel de Allen Ginsberg. ¿Y qué pasa con la convención? ¿Y con la democracia? Los periódicos os han mantenido al corriente sobre ellas.

Abandonamos el hotel: otro policía celeste —a menos que sea la hermosa muchacha travestida— blande su porra exactamente como yo sujeto el miembro de un Negro americano, nos escolta hasta nuestro coche y nos abre la puerta. No hay error posible: nosotros somos Blancos.

Tercer Día – El día del Barrigón
Chicago ha alimentado la barriga de sus policías, tan gordas que se puede suponer que viven en los mataderos de una ciudad que parece trescientos Hamburgos apilados uno encima de otro que consumieran a diario tres millones de hamburguesas. La hermosa barriga de un policía tiene que verse de perfil: la que me impide el paso es una barriga de grosor medio (De Gaulle estaría perfectamente calificado para ser poli en Chicago). Es de grosor medio, aunque va por buen camino para alcanzar la perfección. Su propietario la mima, se la acaricia con las dos manos, hermosas y sin embargo pesadas. ¿De dónde han venido todos? De repente de estamos rodeados por un mar de barrigones de policías que bloquean el acceso a la Convención Demócrata. Cuando por fin sea admitido entenderé mejor la armonía que existe entre aquellos barrigones y los pechos de estas señoras-patriotas presentes en la Convención. Hay armonía, pero también rivalidad: los brazos de las esposas de estos señores que gobiernan América tienen el grosor de los muslos de los policías. Muros de barrigones. Y muros de policías que nos rodean, estupefactos ante nuestra aparición en la Convención Demócrata, furiosos por nuestro atuendo nada convencional. Están pensando que estamos pensando lo que ellos están pensando, a saber que la Convención Demócrata es el sanctasanctórum. Las bocas de los barrigones improvisan una deliberación en petit comité. Los walkie-talkies ladran. Cada uno de nosotros tiene un pase electrónico intransferible que permite el acceso al anfiteatro. Se acerca el jefe de las fuerzas de policía, de paisano y con su barriga. Comprueba nuestros pases y nuestros documentos de identidad pero, hombre sin duda provisto de tacto y de moderación, no pide ver los míos. Me da la mano. Se la aprieto. Bastardo. Entramos en los pasillos de la Sala de la Convención, sólo para quedar relegados a la sección reservada a la prensa. Aquí hay más barrigones de policías que nos impiden el acceso. ¿Podemos entrar y sentarnos? Barrigones aún más pesados y robustos nos indican que no hay sitio para nosotros en el interior: en el recinto sagrado de la Convención se está segregando a cuatro o cinco hombres de raza blanca que han tenido la audacia de acudir sin corbata, un grupo en el que hay tipos de cabello largo y otros calvos, con alguna que otra barba en medio. Después de largas discusiones, nos autorizan a entrar y sentarnos. Por el cansancio que me acaba de invadir deduzco que estoy presenciando una mentira estrepitosa, voluptuosa para los que viven de ella. Oigo desgranar números: están haciendo el recuento de votos obtenidos en Nueva Jersey y sumando los de Minessota. Nunca he sido bueno en aritmética, y el hecho de que esta ciencia sirva para elegir a un Presidente me deja estupefacto. Victoria y jaleo para acabar. Su victoria: Humphrey ha sido nominado. Los barrigones han escogido a un representante. Esta locura sin locura, que entona canciones apacibles, chillona pero gris, esta mentira exorbitante de barrigones parlanchines, vosotros habéis visto y oído sus pálidos reflejos en vuestras pantallas de televisión.

Siento la necesidad urgente de salir y de manosear un árbol, de pastar en la hierba, de follarme una cabra, vamos, hacer lo que suelo hacer.

Unas horas antes de acudir a la Convención, donde nuestra actitud desacomplejada y libre dejó a los policías atónitos y despertó suspicacias, participamos a la Marcha por la Paz organizada por David Dellinger en Grand Park. Allí habían miles de jóvenes escuchando plácidamente cantar a Phil Ochs y hablar a otros; estábamos cubiertos de flores. Un desfile simbólico se empezó a formar en dirección al matadero. Negros en la primera fila y, detrás, de ocho en ocho, todos aquellos que querían sumarse la manifestación. Nadie consiguió ir muy lejos: otros barrigones cargaron contra ellos y lanzaron gases lacrimógenos. Camiones repletos de soldados armados daban incesantes vaivenes por las calles de Chicago.

A los Hippies
Hippies, jóvenes de la manifestación, ya no pertenecéis a América, que de hecho os ha repudiado. Hippies de pelo largo, a América se le está cayendo el pelo a causa de vosotros. Pero vosotros, entre tierra y cielo, sois el comienzo de un nuevo continente, una Tierra de Fuego que extrañamente se eleva por encima de lo que fue algún día este país enfermo, o que se ha vaciado por debajo: una tierra de fuego primero y, si gustáis, una tierra de flores. Pero tenéis que establecer, aquí y ahora, un nuevo continente.

Cuarto Día – El día del Revólver
¿Hay que decir que todo ha acabado? Con la nominación de Humphrey, ¿será Nixon el amo del mundo?

La Convención Demócrata cierra sus puertas. La policía, aquí y en otros lugares, será menos brutal si puede. ¿Se expresará también el revólver?

La Convención Demócrata ya ha elegido, ¿pero dónde, en qué bar de borrachos, habrá tomado la decisión un puñado de demócratas?

Frente al hotel Hilton, otra vez en Grand Park, un suntuoso acontecimiento. Los jóvenes se han subido a un caballo de bronce que monta un caballero de bronce. Por encima de la crin del caballo –que tiene la cabeza inclinada, como si estuviese durmiendo- jóvenes, negros y blancos, esgrimen banderas negras y banderas rojas. Una juventud ardiente que, espero, quemará todas sus naves, escucha, seria y atenta, a un candidato a la presidencia que no estaba invitado a la Convención: Dick Gregory. Gregory invita a sus amigos -hay cuatro o cinco mil de ellos en el parque- a acompañarle a su casa. No nos dejarán desfilar hasta el anfiteatro, declara, pero no existe ninguna ley que prohíba dar una fiesta en mi casa. Aunque primero, dice, los cuatro o cinco policías que se han dejado retener como unos estúpidos por la multitud han de ser liberados. Con mucho ingenio y humor, Gregory explica cómo deben marchar los manifestantes: no más de dos o tres lado a lado, por la acera y respetando las señales de tráfico. Dice que esta marcha podría ser larga y difícil, porque su casa se encuentra en el gueto negro de los barrios al sur de Chicago. Invita a dos o tres del bando derrotado (es decir, delegados de McCarthy) a posicionarse a la cabeza de la marcha, porque la policía encargada de impedir su progresión podría mostrarse algo menos brutal con ellos.

Avanzamos por el lado de una hilera de soldados armados.

Por fin, América se mueve, los hippies han sacudido sus hombros.

La Convención Demócrata cierra sus puertas.

Algunas ideas dispersas, tal como acostumbro:

América es una isla pesada, demasiado pesada: sería bueno, para América y para el mundo, que fuese destruida, pulverizada.

El peligro para América no son los Pensamientos de Mao: es la proliferación de las cámaras.

Por lo que sé, no había ningún científico entre los manifestantes: ¿ la inteligencia es estúpida, o la ciencia demasiado acomodaticia?

Los policías están hechos de goma: sus músculos son de goma dura; la Convención misma no era otra cosa que goma; Chicago está hecha de goma que masca chicle; los pensamientos de los policías son de goma blanda. Y Daley, el Alcalde, es de goma mojada…

En el momento en el que abandonamos la Convención Demócrata, un joven policía clava su ojos en los míos. Nuestro intercambio de miradas es en sí mismo un ajuste de cuentas: ha entendido que soy el enemigo, pero ninguno de los policías tiene el conocimiento de la ruta natural, aunque invisible, como la ruta de las drogas, que me ha llevado por una vía subterránea -o por la vía celeste- hasta los Estados Unidos, puesto que el Departamento de Estado me negó el visado de entrada en el país.

Demasiadas banderas estrelladas: aquí, como en Suiza, una bandera delante de cada casa. América es Suiza apisonada por un tractor. Muchos jóvenes Negros: ¿los perritos calientes del delegado o la bala del revólver conseguirán matar  a los demócratas antes de que sea demasiado tarde?

Fabuloso happening. ¡Hippies! Maravillosos hippies, a vosotros me dirijo en mi súplica final: niños, niños cubiertos de flores de todos los países, para joder a todos los viejos cabrones que os hacen la vida imposible, uníos, bajad bajo tierra si hace falta para reencontraros con los niños quemados de Vietnam.»
“Do it! – Escenarios de la revolución” de Jerry Rubin
Published:

“Do it! – Escenarios de la revolución” de Jerry Rubin

Concepción y realización de una edición limitada a 149 ejemplares del dossier de prensa de Do it! – Escenarios de la revolución de Jerry Rubin pa Read More

Published: