Entréen el despacho y la vi detrás del mostrador. Hizo un rápido gesto con la cabezaque condensaba un saludo de bienvenida y una invitación a que me sentara en elsofá y esperara. Pensé que el ambienteera un poco triste. Era un despacho anticuado donde los colores estabanllegando al final de sus vidas. Un espacio senil que respiraba con dificultadesy en el que se entraba en una rutina de frases repetidas: “Hola, buenos días,¿en qué puedo ayudarle? Lo siento señor X, ahora mismo el señor Y no puede atenderle porque estáreunido. ¿Quiere que le deje algún mensaje o prefiere llamar dentro de mediahora?”.

Lasecretaria hablaba con la cabeza ladeada hacia la derecha y el teléfono sujetoentre el hombro y la mejilla. Con los años estas partes de su cuerpo se habíancompenetrado tanto que eran como una extremidad más. Esto le permitía tener lasmanos libres para hacer cualquier otra cosa: abrir la puerta a los visitantes,preparar las cartas y sobretodo teclear, desde que llegué, no había dejado deteclear. Era una experta mecanógrafa y con el tiempo la habilidad que tenía enlos dedos se le había trasladado al resto del cuerpo. Mecanografiaba con losbrazos, con la cara e incluso con los ojos. Al verme por primera vez a travésde sus gestos y de su mirada había pulsado la tecla de “Buenos días señor” y lade “siéntese por favor, que ahora le atiendo”. Y todo esto sin mediar palabra,sin pensar, percutiendo en mi cerebrocomo si fuera su propio teclado.

Llevabaya varios minutos atrapada entre el teléfono y el ordenador, inmersa en surutina, y yo esperaba en silencio, leyendo una revista. Me acerqué almostrador. Lo cierto es que no tenía prisa, pero a nadie le gusta esperar ymenos en un sofá dispuesto exclusivamente para eso; donde uno se sienta y sabeque todo lo que haga allí se lo podía haber ahorrado; lee pensando en lo que havenido a hacer; lee sin leer y, en definitiva, está sin estar.

Lamujer permanecía concentrada en su actividad. Cualquier comentario lainterrumpiría. Decidí volver al sofá arrastrando los zapatos, con la mismaintención de quien juguetea con las monedas encima de la barra para que elcamarero le atienda. Pero cuando me senté comprobé que la secretaria,imperturbable, continuaba tecleando y respondiendo llamadas. Pulsando de nuevocon su voz la tecla de: “Hola, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? Lo sientoseñor X, ahora mismo el señor Y no puede atenderle porque está reunido. ¿Quiereque le deje algún mensaje o prefiere llamar dentro de media hora?”. Esta fraseen su boca era como un mantra perfeccionado con los años. Una melodía circularque lograba que su sonrisa se filtrara por el auricular del teléfono y llegarahasta su interlocutor.

Sinembargo, yo no había ido a ese bufete atraído por la voz de la secretaria.Aquella misma mañana, mientras las rebanadas de pan se carbonizaban como decostumbre en la tostadora, leí un anuncio en el periódico y me pareció que allípodrían resolver mis problemas. Como estaba muy cerca decidí venir sin llamarpreviamente. Al llegar pensé que si el resto del despacho era tan eficientecomo esa mujer quizás habría acertado y seguramente allí podrían darme algunasolución. Pero cuando ya llevaba veinte minutos esperando empecé a inquietarme.Tal vez tengan demasiados clientes, pensé, demasiados problemas por resolver.

Memoví en la silla para exagerar mi presencia. Hojeé ruidosamente la revista,crucé las piernas hacia un lado y luego hacia el otro y giré bruscamente lacabeza hacia ella, pero, nada. Mis movimientos no eran más que espasmos. Lamujer permanecía en su silla, ocupada en todo menos en mí. Me lancé otra vezhacia el mostrador y le dije: “¿¡Oiga señorita, podría atenderme porfav.....!?”.

Lo había hecho otra vez… Sin dejarme acabar la pregunta meapretó varías teclas fijando sus ojos en los míos. Entendí rápido el mensaje:"Siéntese, que ahora lo atiendo". Algo confuso, la obedecí y volví alsofá. A partir de ese momento, sólo se dedicó a mecanografiar. Tecleaba y tecleabainmersa en la pantalla del ordenador. Mi inquietud era tan grande que casiolvidé el motivo por el cual había ido allí. ¿Qué diablos podía estarescribiendo aquella mujer que no le permitiera parar unos segundos yescucharme?

Lánguidamente volví a acercarme. Mi objetivo ya no erainterrumpirla, sino saber que había en la pantalla. No fue necesario evitarhacer ruido. Estaba tan concentrada que no se cercioraba de mis movimientos.Cuando ya había logrado bordear el mostrador y situarme en una posición que mepermitiera leer lo que había escrito en el monitor, no supe reaccionar. Estuveunos segundos observando atónito sus movimientos, que desde el otro lado delmostrador parecían estar tan llenos sentido. La pantalla del ordenador estabavacía. Lo único que daba vida al ordenador era el tecleo incesante. Las yemasde sus dedos percutían en el teclado muerto como si quisiera reanimar el viejoaparato que ni siquiera estaba enchufado. Sus dedos se movían deprisa como laspatas de una enorme cucaracha. Me quedé completamente paralizado, mirando conterror aquella pantalla oscura e inexplicable.

Entonces sus extremidades de insecto pararon en seco, se giróhacia mí bruscamente y me miró a los ojos. Por un momento, pensé que iba adesmoronarse y a confesar el porque de todo aquello. Sin embargo no lo hizo yprosiguió con su rutina de apariencias, refugiándose en sus actos repetitivos.Volvió a mirar a la pantalla y continuó tecleando. Esta vez con más vigor yceleridad, 500 pulsaciones por minuto.

En esa casa sin cimientos había construido su vida. Sobre eseterreno árido había plantado un jardín. Eran sus hermosas plantas. ¿Quéimportaba que las orquídeas, las petunias y las rosas fueran de plástico? Eran suyas. Y no estaba dispuesta a que nadielas pisara.

Me pregunté si realmente alguien llamaba a ese despacho. Si elseñor X y el señor Y existían. O peor. ¿Y si fuera cierto que llamaban? ¿Y sial otro lado del auricular había señores Y que querían hablar con el Señor X yllamaban cíclicamente con la esperanza de poder hablar con él algún día? ¿Y síel señor X estaba ahí en su oficina fingiendo estar reunido?

Me desintegraba por momentos. ¿Quién era yo en aquelcontexto aparente? ¿Qué era yo sin circunstancias auténticas a las queaferrarme? Al descubrir que todo aquello era falso, sentí que me estabaconvirtiendo en una mentira. Allí dentro mis propósitos también eran falsos. Enaquel lugar yo era una mera apariencia. Aquel despacho, que no era despacho, meconvertía en un cliente que en realidad no era cliente. Tuve miedo de perder lacabeza y busqué unas palabras que me tranquilizaran. Me dije: “¡Yo soy yo! deeso estoy seguro”. Y antes de que esa terrible duda volviera a apoderarse demí, decidí irme de aquel lugar. Volví al otro lado del mostrador. Crucé el recibidor,que no era recibidor porque allí no se recibía a nadie. Pasé por delante delsofá, en el que nunca se estaba, porque siempre se estaba esperando y abrí lapuerta de salida sin mirar hacia atrás. El chirrido de la puerta debió activaralgún mecanismo en aquella apariencia de ser, que amablemente dijo: “Adiósseñor, que tenga usted un buen día”.
La secretaria
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La secretaria

(e) Alex Rufí (i) Dídac Plà

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