Johannes vivía ahora en un pequeño piso de la calle Hospital. Un cuarto piso de veinte metros cuadrados. Era un hombre ya mayor y no se afeitaba. Parecía un vagabundo. Había vivido muchos años en Alemania. Llevaba un abrigo gris y una barba también gris. Era de esos hombres que cuando te hablan les apesta el aliento o tienen los dientes amarillos. Por las mañanas salía a pasear después de beberse un tretra brik de leche. Le gustaba la leche entera de una marca cara y famosa en el Reino de España. Y eso que hacía mucho tiempo que Johannes ya no tenía un duro y malvivía con lo que podía. Se alimentaba en comedores sociales dos veces por semana. Esas mañanas, después de beberse la leche y echar un cagarro en el baño, recorría las calles del Raval en busca de uñas. Nadie sabía bien bien por qué Johannes iba en busca de uñas, nadie le conocía, pero iba en busca de uñas. Largas, cortas, pintadas, mordidas, cortadas, enteras, de persona o de animal. No todos los días encontraba. Era difícil. Johannes lo sabía muy bien. A veces las solía encontrar encima de las mesas de las terrazas. Esas de hierro forjado tan delicadas. Las de las buenas cafeterías. Otras veces las agarraba de los bancos de madera. Al parecer todas servían. Sí, esa era la vida de Johannes, un hombre mayor desocupado que echaba de menos a su hija y que no recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez... La vio por última vez saliendo del instituto del brazo de un chico muy apuesto que renegaba de la revolución alemana de 1919. Ese día no la abrazó. Ese día, cuando Johannes se enteró de la ideología del joven, lo buscó, lo encontró y le dio una paliza. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora otro de los entretenimientos de Johannes era quedarse de pie delante de la gente. En la calle se quedaba en alguna esquina, o delante de un bar concurrido del centro y observaba a los grupos de jovenes que bebían gin-tonics en la puerta de algunos locales de moda de la ciudad. Normalmente nadie le hacía mucho caso, aunque todos alguna vez miraban a Johannes y ponían cara de circunstancias. Entonces Johannes escupía hacia delante, el viento le devolvía la saliba y la barba se le quedaba manchada hasta que otra vez el viento de la noche la secaba y entonces Johannes se volvía muy despacio hacia su casa. No era poco habitual que estando en su piso saliera por el balcón alguna mañana de un lunes o un martes y se quedara mirando a los transeúntes que pasaban por la calle. Mantenía las manos detrás de la espalda, como escondiendo o sujetando algo. Miraba hacia abajo y luego hacia el cielo. Entonces a veces se ponía a llover y se volvía a meter en casa, encendía aquella bombilla inquietante, y se pasaba el resto del día oyendo la lluvia y pensando en su hija, en los hombres que habría conocido y en los padres que habría podido tener en vez de él y en todas las cosas que le gustaban a su hija de pequeña: los caballos de papel, la espuma del mar, la plastilina, los cámpings y el teatro. El teatro, sí. A su niña siempre le había gustado el teatro. Cuando era pequeña y la familia estaba delante de la televisión ella salía de su habitación con un traje de luces o de princesa encantada e iba dando con una varita mágica a su papa Johannes y a su mamá Irina en la cabeza: -¡Mamá, papá, soy la princesa del Reino de las uñas rotas! ¡Mirad, mirad lo que tengo! Y entonces la pequeña abría la mano que le quedaba libre y enseñaba cuatro o cinco uñitas pintadas de rojo que ella se había mordido, y las tiraba al suelo. Eso enfurecía a la madre, que salía persiguiendo a la niña con la zapatilla en la mano (o a veces con un cinturón marrón muy fino, lo que seguía siendo un cinturón), pero la princesa se escabullía rápido hacia su habitación y se metía debajo de la cama. Allí nadie la encontraba. Ese era su verdadero reino. Y se quedaba allí horas y horas hasta que acababa el programa de televisión y sus padres se iban a follar y a dormir. A veces Johannes se quedaba dormido con la televisión encendida. Entonces, cuando el papá se quedaba solo roncando la pequeña salía de la habitación sigilosamente todavía vestida de princesa y se acurrucaba en el vientre de Johannes, que se desvelaba y se quedaba mirando a su hijita y entonces sabía que, con el peso de esa pequeña figura en su regazo, era el hombre más feliz del mundo. Y a la mañana siguiente, cuando Johannes se levantaba con un fuerte dolor de cabeza, recogía las uñitas del suelo. A veces de debajo del sofá. A veces habían quedado esparcidas por debajo de la mesa del comedor, una mesa con muchos retratos de familiares y políticos (estos últimos la mayoría enmarcados).

Uno de esos días de invierno, mientras Johannes estaba adormecido en su butaca oyendo la lluvia y recordando en el paso del tiempo la voz de su hija, una ráfaga de viento cerró la puerta del balcón como si fuera la puerta del infierno y Johannes tuvo un sobresalto.

Helena cerró fuerte la puerta de su sofisticado piso del Paseo de Gracia mientras bajaba las escaleras de dos en dos guardándose una manzana en el bolso y poniéndose los auriculares en los oídos. Empezó a resonar en su cabeza el disco de Apparat The Devil's Walk y ella abrió la puerta de la escalera y avanzó de prisa por el modernista y consumista Paseo de Gracia hasta la boca de metro más cercana. Justo en el momento en el que pasó la T-10 por la máquina, en su piso saltaron dos rebanadas de la tostadora: ¡¡¡clón-clón!!! Vivía sola. Sus padres la habían abandonado cuando ella tenía nueve años. La dejaron con su abuela materna. Luego ellos se fueron a vivir a Berlín. A empezar lo que ellos llamaron “su tercera juventud” o una “vida artística”, una revolución existencial que no entendía de hombres y mujeres con hijos consentidos, nerviosos, muerdeuñas, como decía Irina, la madre, sino de individuos reposados, atentos y audaces, en una ciudad que por entonces ya era de lo más tendenciosa y efervescente: el Berlín de la Europa de la Alemania reunificada. Helena se quedó en Barcelona con su abuela y fue violada dos veces por dos chicos diferentes en el instituto. Luego, con los años, su autoestima fue creciendo y se convirtió en una de las muchachas más interesantes de la ciudad. Era atractiva, mediterránea, y fumaba cigarrillos franceses y le gustaba salir a pasear por el mar y sentarse a la orilla los días de invierno, cuando en la ciudad todo el mundo tenía la luz y la estufa encendida. Tenía veinticinco años. Ella se sentaba allí, en la arena de la Barceloneta, y escuchaba el sonido de las olas. Una vez se llevó consigo una botella de vino. Pensó y recordó cuando estaba cerca de sus padres y entonces se puso nerviosa y empezó a morderse las uñas como cuando era pequeña y se acordó de su padre, un hombre alto y corpulento que la abrazaba con fuerza y la llamaba “mi princesita”. Sin embargo, pensaba, la ficción de su vida junto a su padre en aquellos años se había disipado con el paso del tiempo y ahora la realidad la etiquetaba como una joven y prometedora actriz de teatro. Nada más. No había reinos ni historietas debajo de las camas. Había Madurez. Y mientras sufría la angustia del alma con aquellos pensamientos, las olas se calmaron un poco y Helena levantó la cabeza hacia las pocas estrellas del cielo de Barcelona y le preguntó a su padre: “¿papá, por qué te fuiste?” Las olas mutaron en una espuma blanca y espesa que brilló en la oscuridad y le alcanzó los tobillos. Antes de que cayera ninguna lágrima en la arena Helena agarró su bolso y la botella de vidrio vacía y se fue caminando despacio hacia su casa. Muy muy despacio, como hacía Johannes después de escupirse en la cara. Quedaron en la arena dos porciones de uñas, las uñas de una mujer joven sin padre. Las uñas de una mujer valiente amante del teatro. Dos o tres horas después, esas dos porciones de uñas fueron recogidas de la arena por un hombre de larga barba blanca, cuando el viento arreciaba fuerte, en esas horas de la madrugada en las que nadie sabe que el viento arrecia fuerte delante del mar.

Al cabo de dos meses Helena interpretó un personaje muy importante de una obra de Heiner Müller. Al día siguiente, en pleno invierno, Johannes murió atropellado por un tranvía. Y ya está.
Uña rota
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Uña rota

(e) Carles Masdeu (i) Clara Mur

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