Nuestra idea del mundo carece de sustancia, parece desaparecer en medio de una míriada imposible de pequeñas siluetas incompresibles.  La luz carece de integridad, el crepúsculo de inocencia. Simplemente, es un accidente imaginario, en medio de dos ideas simples, yuxtapuestas, tan sutiles que apenas despuntan en medio del caos. Sin embargo, el mundo es mi ciudad, a pesar de su juventud,  de esa historia propia y desconocida que le otorga sentido y textura. Amo el tiempo conciso de las calles y avenidas desordenadas, entrecruzadas entre sí en medio de un desorden inimaginable. Los altos edificios decadentes, simbolos de un tiempo anterior a la destrucción de valor cenital, elevandose como centinelas de un concepto quebradizo. Amo sus contrastes, esa pobreza intelectual que la arroja a las penumbras del temor, y esa belleza inspirada, que vive de la sensación. Porque mi ciudad es un diminuto ábside de recuerdos maltrechos, como si fuera parte de otro tiempo, otra vida. A veces tengo la sensación oblicua y un poco desagradable que los habitantes de este mundo mutable solo sobrevivimos al anatema, a base de esos fragmentos de sensación.

Inevitable esta añoranza, El caos, un espiral, perdida en un laberinto.

La encrucijada de la razón.