En un bosque de América. El día después de la gran fiesta pagana que celebró todo aquél gentío en la ciudad rupestre de Carmelia, Emil, observaba desde el suelo, cómo lo verde se cubría de negro cuando el sol se escondía detrás de la periferia. Allí recostada, y con su mirada perdida, trataba de entender cómo el miedo se puede envestir.
Emil era una chica solitaria de aspecto confuso que amaba conversar, pero muy pocas veces lo hacía, eso apoyaba su timidez. Aún tendida en aquél suelo multicolor, notó como todo parecía tan grande desde la distancia que ella lo podía observar. El alejo continuo a su alrededor daba la impresión de ser algo simple, pero ella sabía que había algo más. Algo que le creaba inseguridad. Esa tarde, la sutil garúa que perfumaba el frío descubierto en la hierba le advertía de un inevitable peligro. Siempre supo lo qué escondía el bosque cuando se pintaba de oscuro. Lo peligroso se volvió su aliado.
Ella sí sabía qué escondía la sombra, solo que se desentendía. Sin embargo, su naturaleza siempre fue fugarse en la noche cuando nadie la veía. Todo debía ser discreto, era obligación desinhibirse hasta de sus propios gustos, esa travesía callada emprendida en la noche era su mayor secreto.
Tenía muy claro que para ser aceptada, era obligatorio volver a nacer y volverlo a hacer en otro cuerpo, en otra piel.
Su naturaleza le brotaba una sexualidad injusta que a solas podía sacarle provecho. Pero esa tarde tenía miedo, estaba cansada de todo el eufemismo que le envestía la sociedad. Nunca entendió por qué era distinta, sentía que estaba atrapada, que no había conseguido el acertijo para lograr ventaja de la mala suerte.
Nunca conoció a sus padres, se crió en el único orfanato que había en Carmelia. Desde pequeña tuvo deberes y, su favorito siempre fue llenar la taza de te, de cada una de las personas que visitaban el orfanato. Así fue que notó, cómo todos tomaban de la taza sin importarle el color de su contenido. La fascinación del extracto importaba más que la textura. Pero en ella no funcionaba así.
Atisbada entre la confusión, se metió al bosque, el sol ya no se dejaba ver, pero dejó colores fascinantes.
Era muy común su juego de sombras entre los caminos forrados de maleza, le llevaban a la distancia que conocía a ojos cerrados para hacer lo de siempre. En ese instante, el bosque era suyo, ella era como una gigante que caminaba en un pequeño mundo en el que vivían los demás. Los que la tachaban.
Llegó hasta el punto exacto donde la esperaba la persona que se aprovechaba de su cuerpo. Y allí, cómplices de la oscuridad, intimaron.
Nadie, ni siquiera ella comentó como se le comenta las cosas a la gente cuando se tiene orgullo por algo que debe ser conocido, cómo cada noche su arriesgada necesidad de placer moría también entre las sombras.
FIN
La chica que nunca fue mujer
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