A L T U R A S
Los recuerdos regresaron cuando identifiqué el olor de la tierra húmeda, dentro de aquel hormiguero humano. Así que con casco y bota como requisito, subí la escalera, escuchando a lo lejos la advertencia del número de niveles que iba dejando atrás.
Mi visión comenzó a ajustarse a la nueva percepción del espacio, perdiendo el vértigo al laberinto metálico.
Y es aquí donde el tiempo pierde su condición de registro.
El sonido del metal resuena por la enorme estructura como un pulso sinfónico; el martilleo sobre la lámina, el crujir de la rompedora sobre el pavimento, y al fondo, un chasquido periódico de las vigas siendo soldadas. Todas las máquinas operan al unísono en una orquesta hidráulica, la cual acompaña el turno de la construcción.
En las alturas y bajo el sudor del cenit, los cuerpos balancean su peso buscando refugio en las sombras verticales que las altas vigas ofrecen.
El obrero reposa. Una lonchera se abre. Un pie se libera. Sus agujetas quedan suspendidas como péndulos. Su mirada se ha clavado en algún punto imaginario, que por alguna razón tiene capacidad para sostenerse.
Las láminas se improvisan como suelo. Algunas, enterradas bajo los escombros y arena. Algunas, vibrantes bajo el constante tráfico de carretillas. Algunas otras, huecas sin huella de soldadura.
Si pisas, el eco resuena porque debajo no hay nada.
Monserrat Adame
