Cuentos
El tesoro

⁃ ¿Dónde está el arcoíris? Que tanto ha llovido por aquí y por allá está el sol. Nunca he visto uno.
⁃ Hay que salir para verlo.- me dijo Raen. -Tal vez esté en otro barrio o detrás del cerro.

Metí la cabeza y cerré la ventana. Le dije a Raen que se vaya, que me deje solo. Si no puedo ver un arcoíris, ¡mañana mismo seré un Yuppie! Caminaré y tocaré las puertas que hagan falta hasta serlo, o hasta que pueda ver el arcoíris desde una ventana muy alta. Raen desapareció y quedé solo, envuelto en la humedad.

Al día siguiente, me levanté temprano y me puse una chaqueta violeta, un chaleco amarillo, una camisa verde, unos pantalones rojos, una corbata rosa, unos calcetines naranjas y unos calzoncillos azules. Salí a caminar por la calle y a entregar mi hoja de vida.

Empecé yendo a los edificios más altos de la ciudad; me encargué de recorrer cada piso y cada oficina, me presenté como ingeniero en varios campos: en datos, en computación, en mecatrónica, en sonido, civil, industrial y ambiental. Luego de que me dijeron en serie, que iban a analizar mi perfil, fui a agencias de todo tipo: de publicidad, de medios, de mercadeo, de viajes, de modelos; y al final, me dijeron lo mismo: te vamos a llamar. En la de modelos les gustó mucho como iba vestido, así que mantuve las esperanzas. Cerca de la hora de almuerzo, seguí con algunas oficinas del gobierno y algunas municipales, me echaron porque no tenía una cita y también porque estaban próximos a cerrar. Asimismo, me pasó en algunos bancos, donde los guardias me acompañaron hasta la vereda. Finalmente en la tarde, me pasee por restaurantes, imprentas, ferreterías, kioskos y tiendas de barrio. En una tienda, me dijeron que podía hacer un día de prueba, pero lo rechacé, no estaba para perder el tiempo.

Sentado en un parque, cerca de viejos que había visto que reposaban allí todo el día, escuchaba como salían desde sus rasposas gargantas hartas groserías, una tras otra, más que cualquier otro tipo de palabras. Veía como al ver mujeres pasar en frente suyo, les silbaban una vez que estaban muy lejos. Me sentía realmente triste de verme como ellos: anciano, morboso y sin nada que hacer en ese parque. Me sentía desganado de haber recorrido tantos lugares y de no haber conseguido ningún puesto de trabajo. En eso... ¡sonó mi teléfono! Contesté. Resultó que una de las oficinas buscaba un analista. Me habían dado una entrevista dentro de cuatro días. Yo no sabía nada sobre ingeniería, ni datos. Pero al menos, había recibido la oportunidad para ir en subida, de observar por una ventana suficientemente alta y no terminar cano, maldiciendo cada cuarto de minuto en un parque, con otros cascarrabias. Ahora, debía aprender en cuatro días todo lo que me entrara sobre datos.

Iba corriendo a mi casa para prepararme. y empezaron a caer pequeñas gotas de lluvia. Aceleré el paso para no mojarme y que el traje no se empape. A medida que iba avanzando, la lluvia caía más fuerte y el cielo se oscurecía. Comencé a escuchar truenos y las gotas eran más y más gruesas. Al llegar a la puerta de mi casa, se hizo el diluvio. Subí empapado y metí el traje a lavar. Me puse a leer libros por internet y a ver conferencias. Pasé la noche entera estudiando, mientras afuera se caía el cielo. Me quedé dormido con la cabeza sobre el teclado. Al despertar eché un vistazo por la ventana: un arcoíris atravesaba el cielo y se perdía en el horizonte. Al instante, agarré mi teléfono y llamé a Raen.

⁃ Lo estoy viendo. Veo el arcoíris.
Autobiografía como Michael Ginsberg de Mad Men.

Soy Michael. Mi padre pudo haber sido cualquiera, al igual que mi madre. Fulana y Citano. Citano y Fulana. Tengo imágenes desde siempre, pero no recuerdos encadenados, sospecho de los recuerdos. No tiene importancia cómo llegué, pero estoy. Me reemplazaron y no seré el primero. Nadie ve las señales, nos atraviesan y hechizan. Ocupa toda una sala, ya no solo de SCDP, sino de todas las oficinas de Nueva York. Piensan que con perversidades y sustituyendo al único redactor judío se harán más ricos. Esperen. Lo he advertido millones de veces: esa máquina tiene ambiciones más grandes.

Sin embargo, mi nivel de codicia fue comedida, hasta sacrifiqué mi propio pezón por la empresa, pero Peggy ni nadie lo entendió. Ahora todos lo tienen bajo el pezón, o en alguna otra parte, interceptados por microondas de frecuencia extremadamente alta que hará a todo el país homosexual en cuestión de pocos años.

Confieso que a mis veintisiete años soy aún virgen. El sexo para mi siempre ha sido una puerta hacia el vacío espeluznante de un cuerpo lúgubre. De un cuerpo más de bestia que de humano, más perverso que bueno. Solo estuve con una mujer y no fueron sino besos duros y cortos; estaba casada y su marido hacía lo mismo con su secretaria, reponía ella cuando yo insistía en que debíamos dejar de vernos. En el baño de la escuela algunos niños se bajaban los pantalones y orinaban por todos lados manchando las paredes. Me parecía repugnante y más aún cuando también obligaban a otros a hacerlo. En la secundaria unos se sentaban en las faldas de otros clamando un orgasmo; no encontraba diversión en nada de eso. Me enamoré de una chica de mi salón a los catorce, pero un día no llegó, de ahí en adelante no supe más de ella. Por mi ventana siempre podía ver el departamento de al lado; vivía ahí una pareja de adultos mayores que nunca tuvo la cortesía de poner cortinas. Vi por mucho tiempo los fetiches más insólitos que pasaban en su cuarto que era como cualquier otro cuarto de persona mayor, el tema es cuando dejaban solo la luz del velador, ya sabía todo lo que se venía, una vez no se veía más que oscuridad y se escuchaban golpes fuertes en las paredes y alaridos del señor cuyo nombre nunca conocí, pero sí su culo. Hasta ahora quienes han correspondido a mi amor son mis gatos y, por supuesto, Morris; él sí quiere que haga una familia, pero yo no puedo enamorarme de más personas.

Mi Ángel de la vida, es el único que viene a visitarme. Cuando la guerra terminó fuimos reubicados por la Cruz Roja en Estocolmo. Ocho niños éramos en la habitación que compartimos dentro del orfanato Elsa Brändström. Cuatro polacos, dos alemanes y un francés. Yo no soy de aquí, ni de allá, no me hallo en la Tierra, pero mi padre Morris sí. Él me aceptó y acogió y después de tantos viajes terrícolas, a los cinco años, me llevó para que viviésemos en Brooklyn. Consiguió alquilar un tercer piso en un edificio muy viejo, en el que, por suerte, permanecimos; él aún sigue ahí. Morris es electricista y mecánico de autos y, hasta lo que sé, ha trabajado en treinta talleres mecánicos de Nueva York.

Las navidades las celebrábamos con estofado; no me gusta comer con las manos. De niño me mordía los dedos para ver las marcas de mis dientes. Odio la radio cuando pasan música clásica, sobre todo Wagner, pero me gusta el blues y el jazz. No me gusta la política, el deporte, el teatro, ni el cine; sí leer. El diario, aunque ya no lo leo, me gusta revisarlo solo con una taza de café. No fumo, odio el cigarrillo, las malas noticias y a Johnson, espero que Nixon haga algo por este país, ¡oh sorpresa! en ruinas.

¡Oh sorpresa!, en llamas y a la vista de todos desde hace tiempo, desde antes de haber entrado a SCDP, donde mis ideas, ¡oh sorpresa! no eran del todo bienvenidas. Sobre todo por Peggy y Don, con su hambre que no dejaba lugar para más, pero al final, el cliente estaba feliz, compraba, porque siempre hay alguien (yo) que ya hizo lo que otros (ellos) quieren hacer. Y ahora ocurre que con la computadora la manipulación es al revés. Repito, el cliente estaba feliz.

No se dan cuenta que esa computadora no puede venir de otro lado más que del propio infierno donde el diablo recibe en suites de lujo a todos los que han hecho de este mundo un lugar de sufrimientos en vez de alegrías. Acabará con todo, está escribiendo el final de mi vida ahora mismo. Sería inocente pensar que nada malo podría hacer y habla más el hecho de que me sentencia a estar aquí encerrado, viendo televisión, oliendo todos los días cloro y éter etílico. Al menos una vez a la semana, de noche, en medio del silencio refregado por el viento, escucho a dos niños llorar en pausas oscilatorias, a veces los confundo con gatos; he mirado por la ventana y no he visto nada.

Casi siempre me levanto encharcado de sudor. De vez en cuando sueño con mi nacimiento, muchas veces estoy en Ravensbrück, cuando escucho ruso:  <<se terminó>>, un olor de ajo se infiltra en mi habitación, veo a dos gemelos acompañados hasta una cabaña por una señora mayor, van con batas blancas y largas y uno de ellos lleva un ojo de vidrio, veo a Mengele caminando por Buenos Aires, siento rígido el estómago, tieso, esperando no volver a comer nunca más, veo las formas de mis padres. Veo que me elevo hasta el cielo y salgo de este mundo en una cápsula que me lleva hasta Marte.








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