Tengo tres manías: buscar espacios pequeños para sentirme como en casa, las calcomanías y los mobiliarios.
La última comenzó recientemente, cuando me dieron síntomas de simbolización severa. La primera sintomatología fue esporádica. Sentía que los muebles eran una extensión de mi ser. Una proyección, una conexión de cuidado y de cariño que sale de lo más profundo de mis entrañas. Como el amor de madre, el delirio de protectora.

Les tengo tanta compasión porque son objetos sensibles. Cargan la casa, cargan toda una vida (o múltiples, quien sabe). Contienen los rastros del portador que lo inhibe. Cargan tanta fuerza emocional que se descompensan y se desploman. Me muestran las heridas profundas y dolorosas. Las ausencias que quedan en la corteza de su piel tersa, de su piel astillada. Los vestigios de la cera derretida, de la madera quemada. De la cinta transparente, pegada y olvidada. También, de las calcomanías infantiles que eran una calumnia para los mayores.
Me acuerdo de la primera vez que experimenté la búsqueda de un nuevo hogar. Recuerdo que visitamos una casa angosta pero acogedora. Una casa que recibía con un mueble para sentarse y quitarse los zapatos. Para desprenderse del peso de la vida misma y mostrar el calcetín con el roto en el dedito gordo. Como la manzana y la oruga; se estira tanto que se vuelve un tapete curtido que se desmembró. Se convirtió en una escalera angosta y un recorrido del que no me acuerdo.

Pero...¿sabes de que me acuerdo? Del momento en el que entré a un closet que era una habitación. Que era madera y que era trasera. Que era oculta y que tenia calcomanías. Manías y manías que me hicieron sentir como en casa. Quería ser parte de la energía acogedora, quería que me comiera y me absorbiera. Quería saltar y meterme dentro de los cajones. Dentro de las encimeras. Dentro de sus espacios vacíos. Meterme en lo más pequeño y en lo más recóndito para sentirme segura, para sentirme en casa.
No volví a sentir dicha sensación de nuevo, pero me acordé del cuarto de mi abuela (de la primera casa, la antigua que se encontraba a ocho octavos de la manzana). Me acuerdo del mueble de plástico blanco, así como la textura y el color de las frunas sabor banano. Era un mueble Rimax que con la rima se armaba y se transformaba. Era un monstruo. Consumía gran parte de la habitación. Era tan ambiguo que me atraía.
Manía.
Un día me puse brava con mamá y me fui de su cuarto. Me mude al mueble Rimax de mi abuela. No recuerdo tanto la discusión ni la acción que me produjo tomar las riendas de la independización a los 6 años. Pero me acuerdo de esa sensación de seguridad y de protección que me brindaba un espacio del mueble de frunas. Ahí puse mi cama. Ahí dormí.
Mi primer cuarto se volvió el cuarto de mi abuela. Lleno de cajas, llenos de mubles destrozados como el contenedor para ropa sucia marca Rimax que usábamos a ocho octavos de la manzana pero que después del fruto prohibido y la llegada a Tierra Santa cumplió su función de guardar manías hasta explotar.
De la segunda casa me queda la diversión por las escondidas. Esconderse en el closet para que mamá no me encontrara. Esconderse con mamá en la habitación para huir del que contaba y pillaba.
1, 2, 3, no ruido, no manía.
De la nada el espacio se volvió escondite. No del juego, si no de la casa. Un territorio de juego y en juego. Un juego de rol en el que desarrolle el don de la construcción y la revelación. Habilidades que con la práctica y el tiempo se estabilizaron. Pero, con la llegada del sismo, la revelación se revolcó con las manías y empecé a padecer de simbolización. Luego, me adentré en el segundo síntoma: la objetivación. Transformación con la corporalidad como un medio para ser objeto. Construir en la mente muebles de arena que cimentaba y se desplomaban. Pero de tanto crear, me confinaba. Me hería los dedos. Me quemaba por completo. Las noches en vela me derretían, pero no calmaban mi mente. Construía y construía para no divagar en la marea.
Mareo emocional.

De tanto querer entrar en lo más recóndito y pequeño me escondí. Y poco a poco se volvió un habito. Me habitué. Pero de tanto introducirme y adentrarme en los escondites de mis muebles, encontré lo que estaba perdido entre las cajas. Lo despolvé y logré encontrarme. Logré entenderme y entender mis manías.
Manías (2022)
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