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Pasó un día en el Monroe: Las ratas

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Pasó un día en el Monroe:
Las Ratas
Ayer cayó Jaimita, qué pesar. La vieron rondar a plena hora del almuerzo por la pollería de Doña Gladis y de repente un hombre con una pistola no sé por qué comenzó a disparar hacia ella. Afortunadamente logró encontrar en una alcantarilla. Jaimita no había comido nada en todo el día y estaba desesperada. El miércoles pasó el camión de la basura y toda la cuadra quedó limpia, no nos dejaron ni media cáscara podrida. 
El caso es que Jaimita no se pudo resistir. Volvió a salir pasadas las tres de ese mismo día. En la pizzería de la 32 siempre huele a comida y la gente suele dejar caer pedazos de todo; desde salami hasta uñas y pestañas. Desafortunadamente, el chico de las pizzas se asustó con la temerosa presencia de mi compañera y dejó caer la bandeja de las pizzas sobre ella. Así terminó Jaimita, convertida en la más miserable de las pizzas de barrio.
La vida es muy difícil por estos lados, se trata de despertar, salir del callejón, no dejarse ver por nadie, encontrar comida y correr de vuelta. Eso o morir de hambre. Es extraño todo el odio que nos tienen; sé que también sienten un gran desprecio por las palomas, pero las muy descaradas andan por ahí picoteando el piso a su alrededor... y eso que nosotros no nacemos con tumores extraños y patas que nos hacen falta.
Así que hoy es viernes y la gente está un poco alborotada. Amanecí con un pedazo de botella de whisky a mi lado, no sé de dónde salió. Las ratas no tomamos. Hace mucho sol, me duelen los ojos. Hoy quiero desayunar tamal, menos mal la panadería queda cerca. 
Camino fuera del callejón con sigilo, pasan un par de ampones y no me ven, a veces les dicen ratas los ofensivos humanos. No encuentro a ninguna de mis compañeras, me imagino que deben estar durmiendo, es más fácil encontrar alimento por la noche.
Llevo casi una hora sintiendo el olor a tamal calientito cerca, pero esos horribles humanos no dejan caer ni un hueso de pollo. Tendré que ir a la casa de los viejitos, quienes afortunadamente nunca se dan cuenta de nada. Hemos logrado conseguir suficiente azúcar como para sobrevivir por una semana en su casa porque los ancianos siempre están sumergidos en la realidad que contemplan desde sus ventanas de viejitos con cortinas de viejitos de tela de damasco. Ha sido un buen pasatiempo. Encontré pan y bebí un poco de jugo de guayaba que había quedado por ahí. 
El día de hoy Yuranny, la hija del segundo matrimonio doña Patricia ha estado hablando con un muchacho desconocido mientras atendía el local de llamadas telefónicas; al parecer ella le escribió su número en una factura de la miscelánea y él le gastó un bon ice de guanábana. Al cabo de un rato el muchacho se despidió.
Todo esto me lo contaron los viejitos, aunque en realidad no me lo contaron a mi, pero me gusta sentirme como la comadre a quien le comparten los chismes del barrio (y si supieran de lo que me enterado).
Más tarde vuelvo a pasar por aquí. Ahora me preocupan las palomas. A esta hora se aglomeran todas en el parque y enloquecen, a veces creo que son ellas las culpables de la desaparición de muchos de mi especie. Las veo desde el techo de la peluquería play, tan horribles como de costumbre, sucias y sin estilo.
Me invade la ansiedad. Creo que iré al parque a ver qué encuentro. Podría roer cosas extrañas hasta morir, se siente bien; además creo que aquí estaré a salvo. 
Sabía que alimentarían a las malditas a esta hora, siempre entrada la tarde. No se por qué no se me ocurrió, ahora quien sabe a dónde me llevan. 
 
Las muy miserables piensan que soy comida también, creo que también están desesperadas, les enseño mis mejores golpes y me dejan en paz.
Muero de hambre y me siento agotada de mi riña callejera con las rapiñas asquerosas. Está oscureciendo. De repente veo un rostro conocido, es Yuranny, y recuerdo que la miscelánea que está apunto de cerrar posiblemente para irse a ver con el extraño joven del bonice de guanábana queda al pie de una heladería,
¡cómo no se me había ocurrido antes! Nada más gratuito que el helado derretido en el piso. Me apresuro para probar un poco, comienzan a cerrar la heladería, salgo corriendo, no me importa si los humanos me ven, así sea mi última comida, debo llegar hasta el helado, todo es muy oscuro. Y de repente ya no respiro.
Fin.
Pasó un día en el Monroe: Las ratas
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Pasó un día en el Monroe: Las ratas

Pasó un día en el Monroe es una serie de historias cruzadas que suceden en un barrio llamado El Monroe. La rata que cuenta esta historia es uno d Read More

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