Lectura Empeñada
 
Un día olvidé cómo se leía. Se siente tan extraño como desconocer la utilidad de una cuchara en pleno almuerzo, parecido a la torpeza con que se toca una parte del cuerpo que de tan dormida se vuelve ajena. Ese día se prolongó por años.  A los cinco simulé que escribía y me adelantaron a Primero Básico. En Primero Básico, mis profesores descubrieron que yo dibujaba las palabras asegurando que eran formas, mientras en clases, leía en voz alta solo aquellos textos que había aprendido de memoria al escucharlos en otros. Me pillaron rápido, tanto como para hacerme repetir de curso. Creo que apenas lo recuerdo, no fue nada grave en comparación con lo que sucedió años después.
 
Mis padres pusieron atajo a una dislexia severa con las pacientes sesiones de una sicopedagoga. Pasé dos años con mi madre subiéndome al auto a empujones hasta llegar a ese femenino departamento de soltera, donde pasaba las tardes haciendo caligrafía. Con una letra deficiente logré escribir más allá de mi nombre y leí con pasión Perico trepa por Chile de Marcela Paz y Alicia Morel,  luego la saga de Las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis. En ese entonces, dibujaba siempre lo mismo: un león sobre la cima de una montaña dominando con su mirada el océano.
 
En 1995, por un ridículo accidente del destino, “presté” mi voz al Ministerio de Educación para un disco homenaje a Marcela Paz. Cantaba como solista cuatro frases: “hoy es misionero/ y mañana detective/ tú mujer bonita/nos entregas esta historia de corazón”. Fue la primera vez que sentí empatía por un autor. Experimenté una particular cercanía con Marcela Paz luego de leer Papelucho. Sabía a quién iba dedicaba, aunque hoy esa canción me parezca extremadamente siútica. La tarde en que mi madre fue a buscarme al estudio de grabación, sonaba en la radio del auto “Dame luz” de Nicole, mi cuerpo se sentía diferente y tenía la convicción de haber hecho algo importante. Ese año, gané en el colegio el Premio Lectura Veloz. Me regalaron Papaito Piernas Largas de Jon Webster. Mi primer libro con dedicatoria: “A Constanza Iglesias, ganadora del Premio Lectura Veloz”.
 
Corté el buzo del colegio hasta reducirlo en un diminuto short. Noté que olvidaba las palabras en el momento exacto en que las escribía, hasta que la duda me hizo renunciar a tomar apuntes en clases. Algo en mí retrocedía a los cinco años mientras incontrolablemente crecían mis caderas. Me pusieron condicional en el colegio. Mis padres se negaron a darme remedios como “Ritalin”. A cambio de eso negociaron con el Consejo Directivo un diagnostico con una psicóloga a la que no le hablé ni una sola palabra por más de una hora. Me pasó una muñeca con sus extremidades descuartizadas en pedazos de rompecabezas. “Ármala”, me pidió. No pude. “Levanta tu mano izquierda”. Alcé la derecha con mi seguridad arrogante. Le pasa a uno en un millón, pero la dislexia a veces vuelve a gatillarse en la adolescencia. Me pasó a mí y este acontecimiento marcó mi carácter para siempre. Me quitaron los ramos de inglés y francés. En esas horas me obligaban a ir a la biblioteca; era como dejar a un ciego en medio de una sala de cine. Me sentía humillada y me cuestionaba por qué “alguien” me arrebataba lo que con tanto esfuerzo había logrado dominar. Tengo bloqueado muchos recuerdos de esos años, pero me veo parada sobre una mesa gritándole a una profesora que lloraba. Comencé a estudiar música y encontré consuelo leyendo partituras. Recobraba en ese lenguaje la forma en que me encontraba conmigo a través de los libros.
 
No sé, no recuerdo qué hice para volver a leer con normalidad, pero creo que lo conseguí íntegramente en la universidad. Sí recuerdo el estimulo humano que me hizo perder el miedo en esos años de dislexia adolescente: conocí a mi primer pololo. Con él volví a escribir; más bien escribía para él. Tomé los libros más bonitos de mi casa; dos tomos rojos de las Obras Completas de Pablo Neruda. Los leí enteros una y otra vez. Fueron para mí un impulso parecido a la pornografía. Guardo esos tomos en el estante de mi biblioteca junto a centenares de libros que he leído ávidamente con la idea de recuperar esos años de ceguera. Neruda ya no es de mis favoritos, pero un cariño arrebatador me impide cambiar el marcador de la página que indicaba en esos años. P. 510: “El niño perdido”.
 
POR CONSTANZA IGLESIAS
Lectura Empeñada
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Ilustración realizada para representar uno de los mini cuentos del Libro Recolección Lecturas en Tránsito, Revista Terminal.

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