Observando por la ventana del auto, me detengo a pensar que aquellas dos gotas que caen al vacío nos representan en algún punto. Ambos lo sabemos. Esas gotas –y nosotros– fueron el único testigo de que alguna vez nos quisimos, de manera casi fugaz, casi pasajera.

Aunque digan que las tormentas siempre son terribles, para mí no hay nada más sincero y puro en ello. Sincero y puro, como cada mínimo sentimiento.

Saco el brazo por la ventana. El auto en movimiento por la ruta rumbo a La Rioja. Sentir la brusquedad del cielo en mí piel me recuerda que estoy viva, igual de viva que cuando estabas abrazándome y sentía el latir de tu pecho en el mío. Viva, como cuando tu piel rozaba la mía en un vaivén desde el sentir. 
Es casi exactamente como si estuvieras acá, tratando de meterte en cada pedacito de mi piel, traspasando mis poros, metiéndote en mi alma. 

Me detengo a pensar en esas dos gotas, cayendo, similares pero no iguales. Parecen competir por ver quién llega primero a su destino, pero de repente el fuerte viento de tormenta las une, formando una sola gota.

Me detengo a pensar en esa gota, sola, y no sé cuál de los dos se terminó ahogando en el otro, aunque sé que soy yo. 

Entonces, esa tormenta que provocamos juntos ya pasó, y nosotros pasamos junto a ella, aunque quisimos convencernos de que el agua nos mantendría húmedos y sedientos de amor por siempre, cuando en realidad descuidamos la llama por fijarnos en la lluvia.

Como reflexión, y para ser del todo sincera, miento cuando digo que no me volvería a mojar otra vez, ni que me gustaría volver a sentirme sedienta. No me acostumbro al reconfortante calor de agentes ajenos a mi ser, porque tu agua, tu tormenta, se quedó plasmada en mi piel, y ninguna evaporación pudo secarte. 
Ruta.
Published: