Recuerdo la hora torcida de mi vida
en la que planteé las preguntas exactas,
hora en la que empezó a pudrirse mi carne
y a llenarse de orgullo el sonriente impostor
que sirve las mesas
y llena los cuencos de trigo los días de fiesta.

He olvidado el tacto de las mejillas de Artemisa,
he olvidado la forma concreta del cuello florido de Atis,
he olvidado que tuve la piel blanca.
En mi diario sólo queda un insistente
olor a madera y a óxido,
también a leche agria y a hoja de tabaco,
también a sangre infantil,
también a baba.

Aquella hora torcida
en la que abandonar a mi gemela de oro en el sótano
parecía una salida definitiva.
La misma hora
en que los grillos renunciaron a mis noches
y empezaron a cantarme al oído las urracas.





He olvidado, también,
los bordes de mis clavículas frente al espejo,
en aquella hora torcida
bajo la indolente luz de las bombillas
toda yo me transformé en espalda.

He bailado un paso a dos con la bestia;
lo que llamo identidad es una figura
armada con los restos podridos del banquete,
un espantajo de carne, hueso y agua,
mucha agua,
que se mueve con gracia de espantapájaros y anda.

En la hora torcida de mi vida
comencé a escribir este poema,
con el penúltimo aliento de una superviviente
a la que conozco desde que nací,
sirva como último arañazo sobre la carne
colgante del destino,
como asidero para alcanzar la superficie
y gritar al miserable dios del tiempo:
hijo de perra, sigo aquí.

XXVII
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