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Cuento corto / Como piensa la niña

Me dicen todos que mi tía Rita ya no está, que se fue a un lugar mejor. Y yo les digo que voy a irme también a encontrar un lugar mejor donde estar; que voy a sentarme en la silla cerquita de la ventana, porque tanta gente en una misma pieza me deja casi sin aire que respirar.

Por suerte los grandes hacen casas con ventanas. Por esto, y porque imaginate que de otra forma no le hubiera visto a la paloma rabilarga, de la que tanto hablan los primos últimamente, mirarme desde la rama del limonero.

Mi tía abuela Rita siempre me prepara jugo de limón cuando venimos a visitarle con mamá y papá. El suyo es el más rico, porque me deja ponerle las cucharas de azúcar que yo quiera. Pero si mamá llega a saber de eso, me va a dejar sin postre una semana entera. Así que ninguna palabra más sobre el tema.

Aunque ahora me entraron ganas de una limonada. Ojalá la tía Rita estuviera acá para prepararme un vaso, con mucho hielo. “Demasiado calor hace mal al corazón”, escuché que le dijo el tío hoy a papá cuando llegamos; “demasiados no aguantan, demasiados ceden, y a demasiados les vence”. “Que 45 grados, que no, que se sienten como 50”, así comienza cada conversación entre la gente grande esta semana.

Se escondió detrás de un racimo de limones esta Pali –sí, ya le puse nombre a mi paloma-, seguro porque el sol le estaba dando directo a la cara. Suficiente de forzar la vista, por mi parte también. Le doy la espalda a la ventana, pero entonces todo se me pone negro por unos segundos. La profe en la escuela me había contado una vez que, por la diferencia de luz, en el ojo pasa algo con los conos y bastones, y con algo que termina con sina: limusina, golosina, lodosina… ¡Esa ni siquiera es una palabra! La verdad no le entendí muy bien a la profe. Pero sabés, hay una cosa aparte de esa que no me está cerrando: que si la tía Rita no está acá, entonces por qué mamá se pone tan cerca de esa caja de madera, casi casi rozándole la cara a esa señora que está acostada ahí dentro, agarrándole fuerte de la mano y diciéndole “mi Rita, mi pobre y querida Rita”.

Ahora a mamá papá le pone la mano sobre el hombro y de a poquito le aleja del cajón para hacerle sentar en la mecedora. Nadie se habla. Nadie me habla. Solo el vaivén de la silla de mimbre se escucha: adelante y atrás, adelante y atrás. A mamá no le salen lágrimas, ni tampoco hace ruido, pero llora hacia adentro. Eso sé porque una vez ella me explicó que cada persona llora diferente. Que a algunos se les nota y a otros no. Que algunos lloran hacia afuera y otros hacia adentro; en mojado o en seco, con sonido o en silencio.

Pero lo que no sé es por qué mamá está llorando ahora. Yo la última vez que lloré fue cuando papá me estiró de la boca con un hilo ese diente de leche flojo a medio salir. Seguro a la señora que está dentro de la caja también le estiraron un diente y mamá se puso a llorar por ella para evitarle más dolor. Porque llorar cuando te duele algo a veces hace que te duela el doble.

Les pregunto a mis primos qué le pasa a la señora, que si le sacaron un diente, y entre miradas y silencios me contestan que la tía Rita está durmiendo, un largo sueño. Entonces esa señora sí es la tía Rita, que no se había ido a ningún lado ni le habían estirado el diente. La tía solo está durmiendo. ¿Pero por qué mamá sigue llorando y esta vez hacia afuera?

Alguien más acompaña su llanto, el sonido viene del patio: es Pali. Después los tíos, después los primos. Yo no entiendo por qué todos lloran. Y entonces yo también lo hago, porque a veces llorar con los otros hace que sus llantos les duelan menos.

Como piensa la niña,
por Jennifer Bugs Siegel

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