Experiencia háptica. Personificación del espacio.
11 - 12/2020.
A medida que recorrí este espacio durante tantos años, mi cuerpo y mi mente se fueron acostumbrando a las texturas, los tonos y las distancias que percibo por medio de la vista. Todo comenzó a pasar tan rápido, que hubo un punto (que ya no sabría identificar) en el que me volví prácticamente inmune a las experiencias que este lugar me ofrecía, tanto material como emocionalmente.
No era lo que realmente quería. No buscaba volverme insensible. Comencé a pensar en qué es lo que veo y cómo veo, y me di cuenta de lo saturada que estaba. Necesitaba sentir y configurar imágenes de una forma diferente. Decidí entonces cerrar mis ojos y abrir mis manos.
Y todo fue tan extraño al principio. Me sentí mareada y desorientada, porque me percaté por primera vez, conscientemente, de la temperatura fría de las paredes, el techo, el suelo, las ventanas. Entendí de donde viene el frío constante del apartamento, aunque afuera haga mucho calor. Las formas se configuraron de manera muy distinta, y comprendí que vivir tanto tiempo en un mismo lugar ayuda a interiorizar cada esquina, cada lugar adecuado para andar y qué objetos evitar. Pero el golpe más contundente fue la enorme cantidad de imágenes mentales que florecieron en mi mente a medida que pasaba mis dedos por cada recoveco de cada textura: colores, temperaturas, módulos…
Con cada roce mis manos se iban llenando de luz, y a su vez proyectaban luz al siguiente objeto que palpaba. En ciertas ocasiones sentía una súbita corriente, donde la imagen que aparecía en mi cerebro era muy vívida, como una epifanía. Con toda esta experiencia, el espacio se fue reconstruyendo y saliendo de esa oscuridad en la que estaba, esa pasividad a la que resulté llegando. Reviví en este lugar, y este lugar volvió a nacer en mí, haciendo que mi corazón latiera con más fuerza.
Y al final, cuando abrí nuevamente los ojos, el impacto fue aún mayor. La luz no se quedó solo en mis manos, sino que se expandió por todo mi cuerpo y se derramó por todo el lugar.
No era lo que realmente quería. No buscaba volverme insensible. Comencé a pensar en qué es lo que veo y cómo veo, y me di cuenta de lo saturada que estaba. Necesitaba sentir y configurar imágenes de una forma diferente. Decidí entonces cerrar mis ojos y abrir mis manos.
Y todo fue tan extraño al principio. Me sentí mareada y desorientada, porque me percaté por primera vez, conscientemente, de la temperatura fría de las paredes, el techo, el suelo, las ventanas. Entendí de donde viene el frío constante del apartamento, aunque afuera haga mucho calor. Las formas se configuraron de manera muy distinta, y comprendí que vivir tanto tiempo en un mismo lugar ayuda a interiorizar cada esquina, cada lugar adecuado para andar y qué objetos evitar. Pero el golpe más contundente fue la enorme cantidad de imágenes mentales que florecieron en mi mente a medida que pasaba mis dedos por cada recoveco de cada textura: colores, temperaturas, módulos…
Con cada roce mis manos se iban llenando de luz, y a su vez proyectaban luz al siguiente objeto que palpaba. En ciertas ocasiones sentía una súbita corriente, donde la imagen que aparecía en mi cerebro era muy vívida, como una epifanía. Con toda esta experiencia, el espacio se fue reconstruyendo y saliendo de esa oscuridad en la que estaba, esa pasividad a la que resulté llegando. Reviví en este lugar, y este lugar volvió a nacer en mí, haciendo que mi corazón latiera con más fuerza.
Y al final, cuando abrí nuevamente los ojos, el impacto fue aún mayor. La luz no se quedó solo en mis manos, sino que se expandió por todo mi cuerpo y se derramó por todo el lugar.
