Qué drama el de Gustavo Impronta. Jamás escuché algo así en mi vida. Un tipo condenado al éxito eterno, a ser distinguido por todas sus obras, un escritor sin igual. Quizá eso lo llevó a la infelicidad, a la locura total. Pobre Gustavo, tan bueno, tan noble, pero tan exitoso.

En el pueblo era una leyenda, todos hablaban de él. Era un poco el mito urbano de la localidad. Muchas fueron las veces que salí al patio y escuché: “Mirá, esta es la casa de Gustavo Impronta, el escritor. ¿Qué estará haciendo?”. Y hasta yo me sentía incómodo. “Las consecuencias de la fama”, pensaba.

Fui su vecino durante veinte años, hasta el momento de su desaparición. Vivencié cada publicación, cada novela y fui testigo de la vida de un ídolo absoluto. Qué tipo bueno para lo que hacía. Como ladero, impecable, jamás tuvimos un problema. Al principio, ni bien la pegó con su primer libro, tuve que bancarme que cortara el pasto de su entrada a la madrugada, sin dejarme pegar un ojo en toda la noche. Pero lo entendí perfectamente. Si alguien lo hubiera visto en la calle hubiese sido un desparrame de gente pidiéndole fotos y autógrafos.

Así fue como me ofrecí a cortarle el frente, para que no tuviera que exponerse. Recuerdo ver su rostro de satisfacción. Como todo escritor, era un hombre de pocas palabras, se ve que se las guardaba para plasmarlas en sus hojas. Fue raro vivir tantos años al lado de una leyenda, porque para mí, era un loco normal, no tenía nada de extravagante en su forma de ser. El tema era cuando agarraba la pluma, ahí se armaba un desparrame bárbaro y las hojas de sus cuadernos ya sentían en cada puñalada de tinta el éxtasis del éxito.

No podía parar. Gustavo Impronta quería no escribir más, volver a la tranquilidad y la mesura del anonimato, pero le era imposible por dos cosas fundamentales: primero que su éxito se basaba en libros, en el arte de escribir como los dioses, y si hay algo que perdura en el tiempo y nunca desaparece, eso es un libro. Y segundo, que Gustavo Impronta veía una historia en cada cosa cotidiana de la vida.

Si la gente normal veía una casa insignificante en el medio del campo, él descubría que ese hogar era el escondite de un tenebroso mago que manejaba los destinos de todas las personas del pueblo. La vieja comisaría abandonada era para él un cuartel secreto de telecomunicaciones en donde el Gobierno tejía relaciones con un mundo paralelo. Y así con cada cosa que se puedan llegar a imaginar.

Gustavo Impronta siempre tenía una historia que contar y, por más fuerza que hiciera, terminaba escribiéndola. Cada vez que salía un libro nuevo el pueblo se llenaba de forasteros, los medios de comunicación hacían fila en la puerta de su casa para intentar arrebatarle alguna declaración y las librerías tenían colas de diez cuadras, todos desesperados por comprar su ejemplar.

Lo maravilloso era el silencio que se oía en todas las manzanas al día siguiente: nadie hablaba, nadie salía. Todos permanecían en sus casas leyendo. Parecía un ritual. Jamás en mi vida vi algo igual. Se llegó a decir en el pueblo que Gustavo Impronta era un hechicero, algún brujo que con sus textos engatusaba la vida de todos los habitantes.

No salía a la calle, jamás supe cómo se abastecía para vivir, ya que estaba solo y nunca vi a nadie entrar. Las malas lenguas decían que se escabullía en la madrugada y compraba en algún almacén amigo. Lo cierto es que no había pruebas de eso, porque, de hecho, una de las actividades favoritas de los pibes era salir a buscarlo en la noche, con la esperanza viva de encontrarlo comprando. Pero esto nunca ocurrió.

Pasaron dos años sin que publicase nada, algo raro en él. Tampoco veía movimientos en su casa. Le hice un seguimiento durante varios días, pero no detecté vida en ese hogar. Por lo tanto, me decidí a irrumpir su privacidad e ir a buscarlo. Recuerdo que con mucho esfuerzo salté el paredón y caí en el patio.

Estaba el pasto largo y abandonado. Ingresé al comedor por la puerta trasera y me llevé una gran sorpresa: la casa estaba desamoblada. Recorrí cada habitación y nada. No había rastros de vida de ningún tipo. Gustavo Impronta ya no vivía allí, había desaparecido.

Hice la denuncia pertinente en la comisaria y revisaron todas las cámaras de seguridad del barrio, pero jamás encontraron nada. La leyenda se había esfumado y nadie sabía su paradero. Sacaron comunicados en los medios y afiches con recompensas en las calles. Todo fue en vano.

Un día, un paisano de las afueras del pueblo se presentó en la fiscalía y dijo saber dónde se encontraba Gustavo, pero al ser repreguntado alegó que Impronta, cansado y deprimido por el éxito, se había ido del municipio en busca del fracaso. Los policías de turno rieron a carcajadas y lo echaron de la comisaría sin darle un peso de la recompensa. Pobre Gustavo Impronta, condenado al éxito eterno sin tener escapatorias. Lo extrañé mucho tiempo como vecino, jamás supe más de él. Ojalá que donde esté haya fracasado mucho, se lo tiene más que merecido.

FIN
El condenado
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