LOS JAGER


A mi hermana siempre le surge, a eso de las nueve de la noche, la imperiosa necesidad de quemar a mi gato con el soplete de papá. La pobre bestia, que ya conoce la costumbre, escapa al atardecer por el tejado de nuestra casa. No reaparece hasta bien entrada la noche. Vuelve a la misma hora en que llega papá: ambos sigilosos y con pisada gatuna.
Desde mi cuarto oigo el abrir de la nevera. En las tinieblas de la cocina imagino el rostro de papá iluminado por la luz del frigorífico apurar una de sus botellas. Llega oliendo a gasolina aunque trabaja en la sierra, y ya nunca sube a dormir a la habitación que mamá y él compartían. Ella hace tiempo que desapareció. Imagino que por eso ha dejado de limpiar los azulejos de la cocina. Desde ellos, son las caras de los abuelos las que nos observan mientras desayunamos. Arroz con gato para mi hermana, té con magdalenas para mí. Clavos y chinchetas para papá.
Siempre me acuerdo de los días en que mamá nos subía a la habitación de los juegos y pasábamos las tardes entre tentetiesos y cajas de cartón. Yo jugaba a meter la cabeza dentro mientras mi hermana jugaba a aporrearla con las piernas de su muñeca favorita. La Nancy Prêt-à-porter.
Mamá reía.
Mamá un día dejó de reír y se escapó de casa, rompiendo los cristales de la ventana de su cuarto.
Desde entonces, siempre que nos apetece recordar aquellos días, hacemos merienda-cena en el jardín. Papá, vestido con un camisón, nos lee pasajes de El Quijote en los que se habla de la bella Dulcinea. Y nos abrazamos y reímos. Y comemos filetes empanados y lloramos.
Todos juntos, debajo del almendro.
CUESTIÓN DE NOMENCLATURA

Por las noches, recién acostada la cabeza sobe la almohada, comienzan las voces en el piso de abajo.
Al principio atribuyo los susurros al viento, al crujir del piso, de la madera, pero luego la lógica ilógica me hace pensar en otro tipo de orígenes más del más allá y no tanto del más acá y tiro de las sábanas un poco más, me resguardo un poco más, con esa sensación del que se aferra a la manilla de plastico de la ventanilla del coche al presentir un accidente, y vuelvo a oír las voces abajo y decido destaparme e ir a ver qué sucede.
Según oigo bajo mi pie el crujir del primer escalón que revela mi posición y mis intenciones ya comienza el arrepentimiento, pero en esa posición ya no hay marcha atrás posible, y recorro el camino hasta abajo y llego al baño, origen de todos los sonidos y de todas mis preocupaciones nocturnas y enciendo la luz y miro al suelo y hallo la respuesta: es el bote "psicofónico". Se ha estropeado.
PEPA
 
Pepa apagó el televisor. Hacía horas que de aquella caja salían voces que sólo escuchaba el gotelé de los muros bajo los que llevaba viviendo más de sesenta años. El gato que por muchas noches le había acompañado hizo una mueca y se enroscó aun más sobre sí mismo,dando forma a algo parecido a una tortilla. Esa tortilla con cebolla y patata que antes hacía y que recibió cientos de elogios durante muchos años. La anciana dejó a la tortilla de gato sobre el sofá y caminó despacio hacia el cuarto de baño. Hacía mucho tiempo que ese cuarto había dejado de tener bañera. En la actualidad, un plato de ducha individual, mucho más accesible, se había convertido en el habitual y único punto de higiene personal de la casa. Giró el grifo y comprobó con las yemas de una mano ya marchita la temperatura.
Entró y cerró la mampara. Sobre su piel cenicienta el agua parecía no resbalar. Mientras se duchaba, su mirada azul y algo acuosa atravesó la ventana y se posó sobre el patio de vecinos. Cincuenta ventanas. Cincuenta casas con cincuenta viejas. Todas ellas con ducha en lugar de bañera. Con una tortilla de gato en el sofá.
Pepa se secó y comenzó su ritual de higiene y atrezzo. Desodorante, colonia, polvos de maquillaje, colorete. Se vistió con un vestido de flores que no se había puesto desde los años en los que aún era Pepa, Pepita. Nunca Josefa.
Ataviada con él y con unos zapatos con algo de tacón se dispuso a colocar el servicio de la mesa. Utilizó la Vajilla de las Ocasiones Especiales, aquella que comprara hace años y que no llegó nunca a utilizar. Con tranquilidad metódica compuso la escena: el tenedor, la cuchara, el cuchillo. La cucharilla de postre, los platos: hondo y plano. La panera, la jarra.
Una copa con agua.
Con casualidad casi escénica llamaron al timbre en el instante en que colocaba el último cubierto. Pepa echó un último vistazo a la mesa y se acercó, con cierto esfuerzo, a la puerta de acceso.
Antes de abrir miró solemnemente el retrato que, colgado en el recibidor, presidía con mirada adusta y severa la entrada a la casa. Pepe, lo siento mucho. No puedo más. Desde que te fuiste he seguido viviendo con una rutina que me auto impuse de acuerdo a unos códigos morales que ambos compartíamos. He intentado seguir comprando la fruta donde Manuela. El café lo sigo tomando en el bar del "Balilla" y sigo cocinando siempre con ajo.
Pero los tiempos cambian Pepe. En la calle han abierto varios restaurantes de comida exótica y especiada, cuyas puertas exhalan tentadores aromas. Manoli cerró y en su lugar instalaron una tienda de comestibles bastante cara, pero abierta en domingos y festivos. La costurera y el zapatero también desaparecieron. Ya no es lo mismo Pepe. Necesito que lo entiendas.
Aquellos ojos tan castaños y tan castizos pintados en oleo sobre tabla se cerraron. Y en las paredes grises de la casa resonó el eco de la voz de Pepe que decía: haz lo que quieras Pepa, eres libre.
Sólo entonces abrió la puerta Pepa. Ante ella, un chico de unos veinte años vestido de rojo esperaba para entregar el paquete. Ella pagó: Quédese con las vueltas le dijo. Gracias.
Cerró y guió sus pasos hacia el comedor. Abrió la caja.
Bacon, salsa barbacoa y extra de queso fue la elegida. La curiosidad llamaba a la puerta desde hacía años. Se moría por saber a qué sabia. Pizza Pepe, es pizza.
Cogió el cuchillo y el tenedor de plata y comenzó la cata. Deliciosamente novedosa.
Mañana bajaré a probar ese café tan universitario y aguado que venden en la nueva cafetería con sofás de la esquina, se dijo. O tal vez aderece con curry el arroz con pollo de la comida. Lo experimentaré. Y algún día, dentro de algún tiempo, te lo contaré todo Pepe.
Te lo prometo.
MARLENE
 

Do not lean on door.
El cartel tenía su gracia.
Sobretodo si se conocen ciertos datos. El que un par de horas antes hubiera intentado suicidarse era uno. El hecho de que apenas supiera inglés era otro. El tercero, era que ni siquiera sabía leer.
Marlene se había fugado con el imbécil del cuarto sin dar más explicación que la siguiente: estoy harta de tí.
Se conocieron cinco años atrás cuando él trabajaba en un despacho del distrito octavo como coordinador de la logística interna (al menos eso dijo el día que se conocieron)Para cuando ella entendió que aquello significaba recadero ya era demasiado tarde: se había enamorado.
De orígenes humildes y carácter similar, él siempre buscó en su vida un Contigo Pan Y Cebolla. "Con cinco bellotas ya meriendas" le decía su abuelo.
Marlene nunca lo entendió.
Aquel día se subió a la azotea mientras contemplaba con ausencia melancólica los últimos instantes de su vida. Fue entonces cuando llegó ese olor tan familiar. Una mezcla de flores, almendras, césped recién cortado, hormonas y asfalto calentado por el sol del mediodía.
La primavera había llegado. Es más, podría decirse que olía a verano.
Recordó las veces que siendo niño, en España, se subía al tranvía con las ventanillas bajadas y rozaba con las yemas de los dedos los naranjos en flor al pasar. Quiso sentir una vez más aquello antes de despedirse para siempre y bajó a la calle.
Tomó el primer tren que salía, dirección ninguna parte, y se apoyó pensativo en el cristal.
Do not lean on door.
Los tiempos habían cambiado. El interior del vagón era una mezcla de asepsia, mal gusto y publicidad engañosa. Ya ni siquiera se podía abrir las ventanas (lo intentó con una de ellas repetidas veces)Cuando la chica de al lado empezó a mirarlo con cara extrañada, él contestó a modo de disculpa: "Ya llegó el verano".
"Ya llegó la fruta", dijo ella.
Y él nunca más se apoyó en la puerta. Y no se mató.Y fueron felices por un tiempo indeterminado que llamaremos X.
EL ESCRIBA

El primer día de escuela su madre lo llevó a empujones a la cola de entrada en el patio. Dos lagrimones recorrían sus mejillas pensando en la cantidad de torturas a las que se vería sometido en el interior de aquel edificio austero y con aspecto de hospital de posguerra. Ya en clase, con sus compañeros, la maestra repartió pinturas de colores y unas hojas. Tan pronto como la punta del lápiz tocó el papel, el sonido de fricción entre ambos hizo que el vello se le erizase y un escalofrío recorriera su espina dorsal. El ruido que se producía al rasgar el papel mientras dibujaba junto con el movimiento de la mano constituían una combinación sedante. El acto de escribir, no como acto reflexivo sino como acción mecánica, le llenaba de sosiego.
Fue alumno aventajado en clase, siendo habitualmente el primero en rellenar los cuadernos de caligrafía. Más adelante, en los exámenes de Historia, siempre se explayaba en las respuestas. Aún cuando no supiera del tema en cuestión, acababa hablando de alguna gran guerra a lo largo de cuatro páginas de perfectos y cuidados renglones.
Montó un grupo de música con unos amigos para poder escribir las letras de las canciones. Estudió medicina única y exclusivamente para poder firmar recetas. Poeta. Traductor. Decenas fueron las profesiones que ostentó y que escogió simplemente para tener una excusa para poder escribir. No poseía las cualidades para desempeñarlas, pero eso nunca le importó. Lo importante era el acto de hacerlo. Se presentó a decenas de Oposiciones para escribir y escribir sin límite teniendo un supuesto motivo para hacerlo. Una vez, tuvo la mala suerte de aprobar y se convirtió en profesor.
Tenía veinticinco alumnos a los que mortificaba con exámenes semanales. Todos diferentes entre sí, con distintas preguntas, todos escritos a mano. Él siempre sostuvo ante sus alumnos que la disparidad era para evitar la copia. "¿Y el que sean manuscritos?" La tecnología falla a veces, contestaba, la mano nunca.
Cuando conoció a su futura esposa, no hubo mujer en todo el universo que recibiera tantas cartas de amor. Larga y copiosa fue la correspondencia que envió a su amada y que ella guardó en un cajón secreto durante años. Trágicamente, igual de abundante y generosa fue su verborrea epistolar cuando ella lo abandonó por otro. Un festín de insultos y agravios llenaron las cincuenta misivas amenazantes que bastaron para que un juez dictara sentencia en su contra. Injusto le pareció que le privaran del máximo placer que la vida le otorgaba, pero como siempre fue hombre de ley, acató la decisión. Desde aquel día, siguió escribiendo mensajes de rencor y desprecio, pero en el sobre como destinatario escribía su propio nombre. Ahora tenía dos entretenimientos: escribirlas y leerlas.
Cuando aquel extraño círculo vicioso comenzó a aburrirle, la vida quiso que uno de sus hijos suspendiera una asignatura en la Universidad. Sus ojos refulgían de placer al pensar en las cartas que escribiría al profesor. A la tercera, el catedrático amenazó con denunciarlo. El escriba tuvo en cuenta su último episodio con la justicia y cesaron las amenazas. Desde aquel día no encontró más excusas. Algún formulario a rellenar. Una carta de felicitación a una pareja de viejos amigos que se casaron finalmente. Cuestionarios acerca del nivel de satisfacción del cliente en alguna compañía de teléfonos. Y después, nada. Durante mucho tiempo. Su escape personal al abatimiento, al hastío, se había acabado. Ahora su odio por y hacia el mundo llegaba y se instalaba para quedarse en su interior.
Así pasó el tiempo hasta que las fuerzas se le agotaron. Se estaba muriendo por dentro. En el lecho de muerte, frente a su familia y amigos, se encendió una sonrisa en su cenicienta cara al cruzarse una idea por su cabeza: "Hijos míos, mi hora ha llegado. Dadme papel y bolígrafo. He de hacer testamento"
Llegó a testar cincuenta y nueve veces. Cada nueva enfermedad que llegaba, se curaba milagrosamente en el momento en que el moribundo cogía el lápiz.
Dicen que vivió ciento veintisiete años. Aún a día de hoy, hay gente que asegura haberlo visto en un rincón del metro. Madrid, Barcelona, Moscú, París... las ciudades cambian en los distintos relatos. Todos tienen una cosa en común: a cambio de una moneda, dicen, te escribe un poema.



EL COBRADOR

Las paredes de la cocina supuraban el miedo que su cuerpo se negaba a dejar entrever. El miedo resbalaba por los azulejos lamiendo el ajedrezado de azul cobalto y malva. Se acumulaba en las juntas del alicatado, dejándolas sucias y mohosas. Parte del miedo se evaporaba, haciendo la luz blanca del fluorescente de un color apagado y mortecino. Una radio sobre el frigorífico repetía, con voz monótona y vacía, noticias demasiado lejanas para sentirse culpable. Demasiado poco humanas para sentirse cómplice. Demasiado desgarradoras para no sentir el vértigo de la empatía. 
Y así el miedo volvía a instalarse. 
El cuerpo se quedaba inmóvil, encogido, a salvo en esa cocina. Contemplando fijamente el reloj de pared.
Cuando el reloj hubo marcado infinito y tres cuartos, la figura apareció.
-Vengo a cobrarte todos los años desperdiciados, le dijo. Los momentos felices que has echado a perder, las oportunidades que has dejado pasar. Las mañanas soleadas y frescas que no has disfrutado. La suerte que tienes y en la que no inviertes.
El cobrador lo cogió todo y lo metió en un saco. Era tan pesado como una tripa de lobo llena de piedras, o como una maleta repleta de ceniceros de cristal. Arrastrándolo por las escaleras, cada golpe sordo resonaba en su cabeza recordándole una melodía oída hace ya tiempo.
Recordándole lo tonto que había sido y que seguiría siendo. 


RELATOS
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Relatos presentados a concursos, algunos ganadores, otros no. Todos ellos y más en: http://honestura.blogspot.com

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