Las mañanas en siete tienen olor a combustible, café y humo de cigarrillo. Caminar implica pedir permiso, tener cuidado de no pisar las artesanías de los manteros y esquivar puestos de sanguchitos. Unos pasos urgentes y livianos vienen atrás mío, quiero darme vuelta para ver quién es pero entorpecería el curso de la gente que camina y te arrastra como olas.
Una vez que entré y después de hacer algunos malabares con las bolsas, enganché con el dedo meñique la billetera. Ingrese su clave. Extracción, depósito, transferencia, consulta saldo, otras operaciones. Mientras tecleo el CBU y me confundo con tantos ceros vuelvo a escuchar los pasos; siento también un doble tirón sin fuerza en una de las bolsas que me cuelgan del antebrazo.
- ¿Me das? - dijo señalando una banana que todavía estaba verde. Eran unos ojos enormes, cachetes paspados y nariz con mocos colgando. 
Cuando terminé y guardé la tarjeta miré para abajo buscando esos pasitos que ahora estaban corriendo de un cajero a otro. 
- ¡Dylan, vení para acá! Ese no tiene plata señora, use el de acá- la mamá de Dylan estaba en la puerta del banco. Mientras fumaba con el barbijo bajo le indicaba a la gente qué cajero usar y después les pedía una ayudita. Hiciera frío o calor siempre usaba unas ojotas blancas y una pañoleta turquesa. 
En una esquina había una bebé durmiendo sobre un cartón. De almohada estaba usando una cartera y de manta una campera de Estudiantes. Al lado de ella había un autito y un vaso de Mc Donalds vacío. Se filtraba por los agujeritos de la B ploteada en la ventana el sol justo para que le dé en la cara.
Le pregunté a Dylan cuántos años tenía y no me respondió, volvió a señalarme la bolsa con las bananas. Le dije que todavía estaban verdes, que si quería le daba unas galletitas. Se largó a llorar y me invadió la incomodidad de hacer llorar a un nene ajeno. Su mamá tiró el cigarrillo y entró, relojeó a la bebé que dormía sin problemas en el cartón y vino caminando hacia donde estábamos nosotros.
-Quiere una banana pero están re verdes, le dije que si quería le daba unas galletitas mejor y se largó a llorar- le dije justificándome como cuando de chiquita me mandaba alguna cagada con mi hermana menor y le daba explicaciones a mi mamá.
La señora me dijo que era un pendejo caprichoso y que le diera las galletitas igual, que más tarde se las iba a comer. Me agradeció y salí todavía escuchando a Dylan ahogándose en sus mocos. 
En la vereda del banco había dos nenes más. Estaban jugando a las luchitas con barras de telgopor que siempre tiran los de la casa de electrodomésticos de enfrente. Eran un poco más grandes que Dylan y se pegaban con fuerza. Cada tanto paraban y pedían una moneda cuando pasaba gente, pero no parecía importarles si les daban plata o no, lo único que querían era seguir jugando.
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