Sabía de los peligros a los que se enfrentaría alintentar cruzar el desierto, pero la obsesión de la fuga se había instaladohacía días en sus huesos. No fue una decisión largamente meditada. No setrataba de un sueño demasiadas veces postergado. Simplemente un olor, uncansancio repentino.
Hombre de pocas palabras, guardaba demasiadossecretos. Y demasiado rencor. No porque tuviera verdaderos motivos, pero seentretenía teniendo a alguien a quien odiar. Y pensar en otro color, otrosabor, otra cadencia, bien merecía el absurdo de atravesar el infierno a suedad.
No tenía sentido buscar excusas en amores fracasados,intentos fallidos, posibilidades aguadas. No era una cuestión de soledad o vencimiento. Podíarecordar alegrías, sorpresas, algún calor reconfortante. Pero los caminosllevaban siempre al mismo lugar, a esa hambre perpetua, a esa sensación deextranjería en el lugar más familiar.
Partió en busca de otra cosa un mes de julio, cuandoel sol mostraba su terrible temperamento y desataba todo su arsenal, comointentando desanimar a todo el que intentaba violar la línea divisoria entrelos dos países. Tenía todas las credenciales para no sobrevivir, pero sisiempre iba a ser un miserable, prefería conocer una miseria distinta.
No se había despedido de nadie, aunque alguno notaríasu ausencia. Llevó consigo una muda, para ofrecer su mejor cara. El paisaje lomiraba a veces con compasión, a veces con indiferencia... sus ojos ya estabanacostumbrados a infinitos invitados informales, protagonistas improvisados detan penoso espectáculo. Y pese al ímpetu del calor del desierto, él sentía esefrío que sólo sienten los pobres, esa carga como de explosivos adheridos al cuerpo.
Al momento de cruzar la frontera, corriendo,enceguecido, sin mirar atrás, toda su vida pasó por su garganta. Entonces denuevo, ese olor, esa brisa enmohecida, un destello, y el silencio. Tuvo tiempode detenerse, de darse cuenta. No era una sensación desconocida, tampoco eradesagradable. Desfalleció en un lugar cualquiera del arenal.
Despertó de un largo sueño, tirado en el suelo de unacueva, bañado en sudor. Sintió que eldestino le había otorgado el derecho de ser humano, después de sesenta y cincoaños de muertes continuas. No sabía cómo había llegado hasta ahí, ni quiénhabía desperdigado restos de comida alrededor. Se levantó con dificultad,llevándose a la boca todo lo que encontró. Dirigió su mirada a un horizontedeprimido, que sólo ofrecía desasosiego. Una fuga de nubes atemperaba la furiadel sol, lo invitaba a levantarse y seguir, prometiéndole que no traficaríancon sus huesos. Se sentía muy débil, pero qué importaba; lo único que teníapara que lo extorsionaran era su tristeza. Creía necesario exponerse alpeligro, resistir legítimamente y aceptar cualquier revelación que le depararala vida, por brusca que fuera. El suyo era un ejercicio de honestidad yvalentía: aceptar el premio de consolación por llegar al último asalto de una batallaperdida de antemano.
Pájaros poco escrupulosos se burlaban de él al verlotan frágil. Los senderos parecían torcerse a propósito, mientras anunciaban lamuerte de un atardecer naranja que agonizaba. Pero antes que él estuvieronotros, pisando esa misma tierra, soportando ese mismo infierno. No erapionero en esa empresa, nadie escribiría sobre él. Pensó que daría su vida porun trago de agua, pero sólo se mojaba los labios, alargando las posibilidades,ansioso por descubrir si había una alternativa a la muerte. La sentíadeslizarse por su piel, bastaba tenderle la mano, aceptar la belleza de sunoche.
Al dormirse, comenzó la película de su pasado, que sereproducía en un cielo blanco y negro, con imágenes confusas que semultiplicaban simétricamente. Soñó que nadaba en aguas turbias, entre descargaseléctricas, y que vagaba por un laberinto de espejos sin alma. Se veíaregresando al país de su infancia, habitado por personas de rostrosdesfigurados que desaparecían cuando pasaban a su lado. Vagó por las calles delcentro de su ciudad, sin reconocerlas; las casas estaban vacías, los localescerrados y los árboles sonreían con sus dientes de oro. Sentía frío y temblabade calor. Lo rodeaban perros callejeros suspendidos en el aire y pájarospetrificados en el suelo. Cada esquina desembocaba en otra idéntica, la lunamoribunda centelleaba en las vidrieras sucias. La ciudad que tanto odió lorecibía con una belleza absoluta, los brazos mutilados y unos ojos que no sedespegaban de los suyos. Llegó al lugar de los hechos, donde las paredespintadas de otro color retenían sus lamentos. Comenzó a gritar: "Exijo queme devuelvas"… pero su voz se fue fundiendo. "Quiero estarsolo"... y se escuchó el eco de su frase.
Al despertarse notó que el miedo iba saliendo de sucuerpo, sin llegar a abandonarlo. Buscó la nada absoluta en la visitaimprescindible al calendario perpetuo del ayer, donde se detienen los relojes,donde la alianza entre el tal vez y el quizás se desvanece en el nunca jamás,donde las jugadas son impostergables. El viento cortó su grito: “Por eso no megusta hablar contigo”...
Caminó otro par de horas, disfrutando al fin suspasos. De vez en cuando lo sacudía la risa, captaba una sutil ironía en laspalabras, todo parecía cuadrar. Por fin la suerte lo acompañaba, podía seguirel ritmo, dejarse guiar. Entendió que estaba acompañado, que desde el momentoen que inició el viaje había estado acompañado. No le importó. Se trataba deuna vieja sombra, de un espectro conocido aunque lejano; lo había sentido a sulado siendo niño, en la escuela, cuando sólo los demás entendían. Cuando elmaestro le preguntó qué quería. Lo reconoció años después, cuando se le acercóuna muchacha. Desde entonces se había mantenido a distancia pero, desde lejos,observaba. Era una mirada blanca, entonces inquietante, y en ese instanteapacible. Sólo quedaba un resquicio de incertidumbre... seguir adelante ovolver sobre sus pasos. El otro eligió por él. Se adentró en el espejo ciego dela noche a una hora desconocida, la memoria comenzó a fallarle y la pantalla sevolvió negra.
Hombre de pocas palabras, guardaba demasiadossecretos. Y demasiado rencor. No porque tuviera verdaderos motivos, pero seentretenía teniendo a alguien a quien odiar. Y pensar en otro color, otrosabor, otra cadencia, bien merecía el absurdo de atravesar el infierno a suedad.
No tenía sentido buscar excusas en amores fracasados,intentos fallidos, posibilidades aguadas. No era una cuestión de soledad o vencimiento. Podíarecordar alegrías, sorpresas, algún calor reconfortante. Pero los caminosllevaban siempre al mismo lugar, a esa hambre perpetua, a esa sensación deextranjería en el lugar más familiar.
Partió en busca de otra cosa un mes de julio, cuandoel sol mostraba su terrible temperamento y desataba todo su arsenal, comointentando desanimar a todo el que intentaba violar la línea divisoria entrelos dos países. Tenía todas las credenciales para no sobrevivir, pero sisiempre iba a ser un miserable, prefería conocer una miseria distinta.
No se había despedido de nadie, aunque alguno notaríasu ausencia. Llevó consigo una muda, para ofrecer su mejor cara. El paisaje lomiraba a veces con compasión, a veces con indiferencia... sus ojos ya estabanacostumbrados a infinitos invitados informales, protagonistas improvisados detan penoso espectáculo. Y pese al ímpetu del calor del desierto, él sentía esefrío que sólo sienten los pobres, esa carga como de explosivos adheridos al cuerpo.
Al momento de cruzar la frontera, corriendo,enceguecido, sin mirar atrás, toda su vida pasó por su garganta. Entonces denuevo, ese olor, esa brisa enmohecida, un destello, y el silencio. Tuvo tiempode detenerse, de darse cuenta. No era una sensación desconocida, tampoco eradesagradable. Desfalleció en un lugar cualquiera del arenal.
Despertó de un largo sueño, tirado en el suelo de unacueva, bañado en sudor. Sintió que eldestino le había otorgado el derecho de ser humano, después de sesenta y cincoaños de muertes continuas. No sabía cómo había llegado hasta ahí, ni quiénhabía desperdigado restos de comida alrededor. Se levantó con dificultad,llevándose a la boca todo lo que encontró. Dirigió su mirada a un horizontedeprimido, que sólo ofrecía desasosiego. Una fuga de nubes atemperaba la furiadel sol, lo invitaba a levantarse y seguir, prometiéndole que no traficaríancon sus huesos. Se sentía muy débil, pero qué importaba; lo único que teníapara que lo extorsionaran era su tristeza. Creía necesario exponerse alpeligro, resistir legítimamente y aceptar cualquier revelación que le depararala vida, por brusca que fuera. El suyo era un ejercicio de honestidad yvalentía: aceptar el premio de consolación por llegar al último asalto de una batallaperdida de antemano.
Pájaros poco escrupulosos se burlaban de él al verlotan frágil. Los senderos parecían torcerse a propósito, mientras anunciaban lamuerte de un atardecer naranja que agonizaba. Pero antes que él estuvieronotros, pisando esa misma tierra, soportando ese mismo infierno. No erapionero en esa empresa, nadie escribiría sobre él. Pensó que daría su vida porun trago de agua, pero sólo se mojaba los labios, alargando las posibilidades,ansioso por descubrir si había una alternativa a la muerte. La sentíadeslizarse por su piel, bastaba tenderle la mano, aceptar la belleza de sunoche.
Al dormirse, comenzó la película de su pasado, que sereproducía en un cielo blanco y negro, con imágenes confusas que semultiplicaban simétricamente. Soñó que nadaba en aguas turbias, entre descargaseléctricas, y que vagaba por un laberinto de espejos sin alma. Se veíaregresando al país de su infancia, habitado por personas de rostrosdesfigurados que desaparecían cuando pasaban a su lado. Vagó por las calles delcentro de su ciudad, sin reconocerlas; las casas estaban vacías, los localescerrados y los árboles sonreían con sus dientes de oro. Sentía frío y temblabade calor. Lo rodeaban perros callejeros suspendidos en el aire y pájarospetrificados en el suelo. Cada esquina desembocaba en otra idéntica, la lunamoribunda centelleaba en las vidrieras sucias. La ciudad que tanto odió lorecibía con una belleza absoluta, los brazos mutilados y unos ojos que no sedespegaban de los suyos. Llegó al lugar de los hechos, donde las paredespintadas de otro color retenían sus lamentos. Comenzó a gritar: "Exijo queme devuelvas"… pero su voz se fue fundiendo. "Quiero estarsolo"... y se escuchó el eco de su frase.
Al despertarse notó que el miedo iba saliendo de sucuerpo, sin llegar a abandonarlo. Buscó la nada absoluta en la visitaimprescindible al calendario perpetuo del ayer, donde se detienen los relojes,donde la alianza entre el tal vez y el quizás se desvanece en el nunca jamás,donde las jugadas son impostergables. El viento cortó su grito: “Por eso no megusta hablar contigo”...
Caminó otro par de horas, disfrutando al fin suspasos. De vez en cuando lo sacudía la risa, captaba una sutil ironía en laspalabras, todo parecía cuadrar. Por fin la suerte lo acompañaba, podía seguirel ritmo, dejarse guiar. Entendió que estaba acompañado, que desde el momentoen que inició el viaje había estado acompañado. No le importó. Se trataba deuna vieja sombra, de un espectro conocido aunque lejano; lo había sentido a sulado siendo niño, en la escuela, cuando sólo los demás entendían. Cuando elmaestro le preguntó qué quería. Lo reconoció años después, cuando se le acercóuna muchacha. Desde entonces se había mantenido a distancia pero, desde lejos,observaba. Era una mirada blanca, entonces inquietante, y en ese instanteapacible. Sólo quedaba un resquicio de incertidumbre... seguir adelante ovolver sobre sus pasos. El otro eligió por él. Se adentró en el espejo ciego dela noche a una hora desconocida, la memoria comenzó a fallarle y la pantalla sevolvió negra.