La puerta de entrada a un lugar en el que durante más de 30 años corrieron ríos de sangre, lucha, sudor y lágrimas ante un exterminio inhumano. Ante una de las mayores injusticias que la historia del mundo recuerde y recordará.

 

Un ángel que levanta su brazo derecho victorioso, tal y como marcaba ese hijo de Satán que aniquiló a sangre fría a tantas personas que ni tan siquiera tuvieron la oportunidad de defenderse.

 

Los restos de un muro que, por partes, aún se levanta susurrando los gritos que encerró dentro cuando no tenía principio ni final.

 

El escalofriante silencio que se respira en el monumento que se levantó en memoria de ese medio millón (500.000 personas) que murió asfixiado en campos de concentración, cifra que se eleva en mucho número más si contamos gettos y demás lugares. El punto de entrada y salida del comunismo al capitalismo impuesto a golpe de metralla y gas.

 

Restos de bibliotecas en los que se quemó el conocimiento de toda una sociedad y una cultura completamente devastada, el reloj del mundo o una isla repleta de bellos museos en los que merece la pena abandonarse durante las horas que hagan falta.

 

Paro ya, porque sería repetir lo que ya sabemos, lo que estudiamos en libros de historia, leímos en libros, vimos en películas o escuchamos a nuestros abuelos contar con ojos vidriosos envueltos en lágrimas.

 

Berlín, siempre Berlín. Ese regreso a un pasado común atroz que, desde cualquier lugar del mundo, compartimos tantas y tantas personas.

 

Quedan pocos días para que vuelva a moverme en bicicleta por esa ciudad que llevo tan dentro. Y esta vez la andaré sola, con otra cámara, otros ojos y sin silbar La vie en rose de Edith Piaf cuando me perdía por los bosques de un soleado Tiergarten.