Mientras la oía escapar de mis aullidos pensaba ¿por qué?

Por un instante atiné a perseguirla, pero luego recordé que su sombra espesa no se reflejaba bajo las luces de Sevilla. Pasé toda la tarde disgustado, perdiéndome entre los pequeños callejones del casco antiguo mientras el sol de primavera se mecía sobre La Giralda. No podía entender cómo, sin mediar palabra, ella había escapado.  Unos días antes había pensado en dejarla yo primero, y creo que era eso lo que más me molestaba. Un cambio rotundo en mis planes cuando aún faltaba cuatro días para abandonar la ciudad. No imaginaba subir a la torre del oro sin su compañía, y mucho menos disfrutar de un atardecer solitario en Plaza de España. Ni qué hablar de caminar juntos las calles bañadas de recuerdos del barrio de Triana y fundirnos en un antiguo bodegón que suene a flamenco; escuchar algunas historias empapadas, ser la voluntad y la esperanza, la convicción, la firmeza. Dibujarnos de María Coronel  y encender todos los rumores, callar la voz magnánima  de las tradiciones a fuego y sangre, escapar de la ciudad solo cuando ella se enamore de nosotros. Pero ahora ya soy uno y me restan cuatro días, y si mi alma no refleja en las calles de Sevilla para qué esperar amor, si dejé escapar la última oportunidad  de amigarme con los años que pasaron.