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Ilustración Periodística - Roldán FADU

Peligros del primer lector
Por Enrique Vila-Matas 
 

Al preguntarle a Philip Larkin si tenía amigos cuyos consejos siguiera al 
revisar un poema, el poeta contestó:
—¿Para qué? Acuérdese de Tennyson leyéndole un poema inédito a Jowett. 
Cuando hubo terminado, Jowett le dijo: si yo fuera usted, Tennyson, no 
publicaría eso. Y Tennyson le respondió: en ese caso, maestro, el jerez que 
nos sirvió en el almuerzo estaba absolutamente asqueroso.
La anécdota resume a la perfección qué puede suceder si un escritor busca 
la opinión de otro. “Del enemigo el consejo”, dice el refranero castellano. 
Quizás por eso hay tantos autores que eligen como primer lector a alguien 
no relacionado con el entorno literario. Pero también tienen peligro esos 
opinantes, y es que la envidia suele llevar una sórdida vida secreta. Al final, 
muchas veces no sabe uno a quién recurrir. Quizás lo ideal sea entregar el 
inédito a la persona que más estrechamente conoce tu vida y obra, ya que 
si, a pesar de su inmensa familiaridad contigo, no se aburre con lo que has 
escrito, tendrás en ello una buena señal.
Si hay algo evidente es que conviene atinar a la hora de dar el inédito 
porque tu vida entera puede depender de esa elección. Se recomienda 
ser astutos en tan delicado asunto. A los quince años, copiando versos 
de Cernuda, le escribí un poema de amor a una chica del barrio. Ella me 
rechazó sin la menor misericordia, pero me preguntó si era consciente de 
lo bien que escribía. Como había compuesto aquel poema para olvidar 
que lo más granado del mismo era de Cernuda, la opinión de aquella 
muchacha me dio una moral y una seguridad impresionantes. Fui hábil 
ahí, pero eso no quita que, dado que suelen intuir el poder que tienen, 
encierren mucho peligro los primeros lectores. Te la juegas demasiado con 
ellos.
Ahí está el caso de Joseph Conrad, que, un día en alta mar, decidió pasarle 
a un rudo marino llamado Jacques el manuscrito de su primera novela, La 
locura de Almayer. Conrad le preguntó si le aburriría mucho leer algo con 
una caligrafía como la suya, y Jacques respondió que en absoluto y lo hizo 
acompañándose de un inesperado tono cortés y añadiendo: “Lo leeré esta 
noche”.
Elegir como primer lector a un tosco lobo de mar fue correr un riesgo 
innecesario. Pero a veces esos trances abren grandes puertas. A la mañana 
siguiente, Conrad se acercó a Jacques y, con un tembloroso hilillo de 
voz, le preguntó si le había interesado lo que había leído. Tras un breve 
pero tremendo silencio, obtuvo esta respuesta: “¡Ya lo creo!”. Quiso 
entonces saber Conrad si le había resultado clara la historia. “Por supuesto, 
perfectamente”, dijo su primer lector.
Conrad ya no pudo olvidar nunca detalles de aquel momento: la cortinilla 
de su litera contoneándose de un lado a otro, la lámpara del mamparo 
trazando un círculo sobre el balancín de cardán.
Jacques no añadió ni una palabra más, pero su sobria respuesta había 
abierto un gran camino. Asusta pensar qué habría sido de los lectores de 
Conrad si aquel marino, sin saberlo, hubiera tenido alma de destripador 
de clásicos. O de crítico cascahuevos.

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Ilustracion / Texto Periodistico Ilustracion Roldán - FADU - 2014

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