“La pequeña viajera
moría explicando su muerte
sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente.”
A.P.
 
Cuando tenía 16 años ocupaba las mañanas de mis sábados enseñándole inglés a Fernanda Giselle, la única niña de 6 años con la que yo había simpatizado en mis muchos intentos por encontrar jóvenes alumnas. Ella era una niña adorable, el pan tostado de las mañanas, una sonrisa láctea permanente. Al terminar nuestras lecciones sabatinas en mi casa, solíamos jugar a que jugábamos con mi perro. Digo “jugar a que jugábamos” porque a ella le daba miedo jugar con Felipe, así que sólo se atrevía a observarlo a distancia, recostado patas arriba sobre el asfalto. Fernanda me pedía cada sábado una explicación para la ausencia de ombligo de Felipe y yo cada sábado le respondía muy segura, que no tenía ni idea. Tiempo después habría de investigarlo, como todas las preguntas que Fernanda me hacía y que yo no podía contestarle. “¿Hay alces en México?”, “¿Cómo es que sabes que el cielo es azul?”. Su tema preferido, las letras. “¿A dónde se van las letras cuando las borras?”. “¿Hay un mundo para las letras borradas?”, “¿Las letras se convierten en los trozos de goma que quedan en la hoja al borrarlas?”. Estas preguntas me transportaban, junto con ella, a un edén de letras alguna vez escritas en papel, flotando entre millones de otras letras no deseadas, arrepentidas o peligrosas. Me imaginaba algunas de ellas heridas, achicharradas, o cuidadosamente pasadas a mejor vida. Pensaba en las pobres letras tachadas en mis cuadernos; en ese limbo donde no conversan ni son borradas. Fernanda me paseaba por los gloriosos mundos de su filosofía y a cambio yo le daba I, you, he, she, it. Una maldita ganga. Figuren para quién.
 
Una mañana, después de no jugar con Felipe ni aprender inglés, la madre de Fernanda pasó por ella a mi casa. En la puerta, después de que yo le había dado a Fernanda un beso en la cabeza y ella se había subido a la lujosa camioneta de su madre, esta última me dijo que ya no traería a su hija a sus lecciones sabatinas. A punto estuve de abrir la puerta del auto y llevarme a la niña bajo el brazo como a aquella famosa torta, y largarnos corriendo a uno de nuestros mundos.
 
Miré al coche alejarse. Yo apretaba mi última paga en la mano y la sentía humedecerse con el sudor de mi palma. El olor de los billetes me gritaba que esa niña psicoactiva no volvería. Mi silencio era como la ausencia de alces en México y el ombligo de Felipe.
 
Pasaron tres meses en los que no vi a Fernanda ni supe de ella. Mis días eran recuerdos de ella en modo de “repetir”, viajes surrealistas a los mundos que solo ella y yo podíamos tener, lecciones de inglés oxidadas en donde Felipe brincaba de un lado a otro y Fernanda fingía no tenerle miedo. En estos viajes nos recostábamos en verdes campos inmensos, repletos de camelias color rojo sangre y caminos de deliciosas fresas maduras. Jugábamos a ser figuras de plastilina y a ver quién formaba más palabras con las letras que levitaban sobre nosotras. “¡En inglés!”, yo le decía. Ella se reía dando vueltas sobre el pasto, mostrándome sus más recientes pérdidas dentales y devorando fresas que derramaban jugo por su barbilla y su ropa.  A veces nos correteábamos, jadeando a carcajadas, y yo fingía no alcanzarla y ella se ponía muy seria y me decía “corre bien”. Me encantaba esta niña que no se permitía indulgencia alguna y que me daba órdenes que yo, por alguna razón ilógica, no podía desobedecer. Ella no se parecía nada a mí cuando pequeña. Era atrevida y tenía la intensidad de un niñito salvaje. Era incansable. Me invitaba y me obligaba a acompañarla a los sitios inexplorados de nuestro mundo, y yo trataba de seguirle el paso. Me tomaba de la mano y me jalaba con todas sus fuerzas. Yo la dejaba llevarme. Al adentrarnos en nuestro mundo, yo temía a veces a nuestra imaginación y otras veces a ella y su poder sobre mí. Lo único que le daba miedo a Fernanda era Felipe, quien de repente aparecía entre los arbustos de fresas, moviendo la cola de un lado a otro, queriéndose acercar a ella. Ella se lanzaba sobre mí y me regañaba por haberlo invitado. Era cuando llegaba Felipe que usualmente se terminaba el viaje.
 
Una tarde, mientras le ponía periódicos en el patio a Felipe para que orinara, vi la cara delgada y sonriente de Fernanda mirándome desde la sección de Policía. Era ella sin duda. Sus padres desesperados pedían informes. Fernanda había desaparecido hace dos semanas y no había sospechosos ni rastro alguno.
 
Saqué fotocopias de la imagen y las repartí por casi toda la ciudad. Me acercaba a la gente en plazas y parques dándoles volantes, ofreciendo dinero. Ignoro qué clase de impulso me guiaba. Las personas me miraban como si estuviera loca. Tal vez lo estaba, un poco. Pasaron días o meses o años y dejé de ver su cara en el periódico. Quizás la habían encontrado. Tal vez se habían dado por vencidos, como yo.
 
Yo pasaba los sábados enteros acostada en mi cama, destendida desde hace meses, bebiendo jugo de caja con un popote, sintiendo escalofríos dignos de la peor resaca y viendo en el interior de mis párpados a Fernanda Giselle.
 
Fue un domingo cuando me percaté de un olor que me revolvía las vísceras y que yo inmediatamente adjudiqué a mi falta de higiene, consecuencia de mi reciente o antigua depresión. El olor venía del patio trasero. Lo supe horas después al ir por más jugo a la cocina. Por la ventana vi su cara. Sus ojos inflados y salidos de las cuencas infestados de moscas brillantes y babosas larvas. La piel de su respingada naricita ya incompleta, segregaba un líquido espeso y pútrido, que se extendía hasta su boca abierta y se escurría por una de las infantiles comisuras de sus labios. Surcos repletos de pus y cientos de huevecillos infestaban su piel. En sus brazos al menos cien gusanos entraban y salían por diminutos canales disfrutando el manjar de su cuerpo inmaduro. En la ropa sucia de Fernanda se distinguían aún estampados de princesas y animales, nada parecidos a los animales que moraban su cuerpo ahora. Parecía que su abdomen iba a estallar pues estaba grotescamente inflado como una guarida para cucarachas y lombrices. Todos los orificios de su cuerpo habían sido tapados por miles de larvas y por gusanos largos e insignificantes insectos blancos. Su cabello, alguna vez lacio y largo, estaba reducido a algunos resecos pelos  inmundos. El olor era insoportable. A lo lejos escuchaba a Felipe jugueteando con algo. Levanté la mirada. El perro se paseaba por el patio moviendo la cola, con una mano inocente colgándole de la boca. La lanzaba y la volvía a atrapar, luego la sacudía impetuosamente emitiendo gruñidos, agitando deditos incompletos que chorreaban sangre obscura por el piso.
 
Entre convulsiones nerviosas y temblores incontrolables, abrí violentamente la puerta que llevaba al patio. Me recosté junto a Fernanda, no sabiendo si aún podía llamarle así, y la envolví con mis brazos. Llorando en su frágil e hinchado pecho, sintiendo a sus lombrices habitarme, respirando su purulenta niñez, deseé que fuéramos letras borradas en uno de nuestros mundos y hubiera alguien jugando a formar palabras con nosotras.
 
 
 
 
 
De alces y ombligos
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De alces y ombligos

Un cuento que escribí para la tercera edición de la Revista Mamá Dolores Cartonera, 2013.

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