En una tarde soleada, bajo la sombra de un árbol de naranjas, Abuelo Naranja se prepara para contar su historia. Sienta en ronda a sus nietos, se detiene a mirarlos a los ojos y comienza a contar. 
Nunca les conté sobre mi cicatriz. Sé que les intriga, y creo que ya cuentan con la suficiente madurez para escuchar su historia: en algún momento no tan pasado, el mundo fue un lugar muy distinto. Las naranjas estábamos sometidas a la voluntad de los humanos, a sus rutinas, sus deseos, sus antojos. Nos arrancaban de los árboles para vendernos en tiendas. Y recién ahí lo peor nos estaba por alcanzar.  
Los nietos, valientes, escuchan con atención. 
Una vez que un humano nos elegía y nos compraba, nos asfixiaba en una bolsa para llevarnos a su casa. Y ahí, en la cocina, sacaba un cuchillo de filo inolvidable, nos agarraba firme con su mano, su enorme mano, para cortarnos a la mitad.
Los nietos, aterrados, parecen no entender nada. ¿¡Por qué hacían eso!? 
El abuelo hace una pausa, sabe que tiene que ser cuidadoso con sus palabras para contar lo que viene. 
Una vez partidas al medio, el humano agarraba un artefacto que hasta el día de hoy me da escalofríos… el exprimidor. 
Los nietos reaccionan asombrados. 
Con él podían exprimir nuestro jugo, de a más de una, dos, tres naranjas… para servirlo en un vaso y tomarlo. 
A este punto uno de los nietos cayó desmayado del miedo. 
Sé que es fuerte, increíble que sea verdad. Pero se los cuento porque yo sobreviví a eso. Me habían llevado, me habían separado de mi familia, nuestra familia. Estaba rendido sobre la tabla, a punto de morir, pero cuando el cuchillo me tocó dentro de mí surgió una fuerza inédita y me pude mover. Rodé sobre la mesa y escapé. Rodé, rodé y rodé hasta llegar a un campo, donde conocí a su abuela. Esta es la historia de mi cicatriz, es importante que la sepan y que no se olviden por lo que pasamos las naranjas.  
Los nietos le agradecen la historia. Gracias abuelo. Te queremos.