¿Alguna vez te ha pasado que has ido, por primera vez, a una ciudad y en cuanto has puesto un pie en ella has sentido por todo tu cuerpo que ya la conocías? ¿Que no te hacía falta un mapa porque sin quererlo sabías moverte a la perfección por todo el entramado de callejuelas escondidas? ¿Que, quien sabe si quizás, viviste ahí en una vida anterior?
Eso mismo sentí en el preciso instante que me bajé del barco en Tánger Med y me subí a ese autobús apestoso dirección Tánger.
Para mucha gente los ojos color verde o azul son los más bellos. Otros tantos prefieren la sutilidad y delicadeza de la miel para unos iris. Algunos se pierden entre las formas almendradas de los ojos más exóticos que se maquillan de manera perfecta para hipnotizar con resultados a todo aquel que los mira. Y el resto, sueña con la perdición de esos ojos negros que, como Duncan Dhu cantaba, no quieren ver llorar.
Tánger, considerada por españoles sureños y marroquíes la ciudad más fea de todo el norte africano, es la urbe perfecta para unir, sin darse apenas cuenta, toda la gama cromática, o pantonera, de ojos.
Por ese motivo, perderte por la Medina, el Zocco o subir a la Kasbah hasta llegar a Hafa Café, es la excusa perfecta para saborear las mil y una miradas que posee esta ciudad caótica y bella, puerto de entrada al norte de África y paleta de mezclas de unas culturas que, aunque no lo parezcan, poco difieren entre ellas.
Y se respira tranquilidad cuando uno pasea por los ojos de sus habitantes y saborea las historias que, en el más respetuoso silencio, cuentan sus miradas.
